martes, 30 de septiembre de 2014

Porque observaba noche tras noche la tenue luz de su estudio y las sombras que fuera proyectaba de su figura encorvada, de sus intermitentes apuntes, de su ir y venir de libros, el roce de las hojas pasadas con decisión. Se apostó durante mucho tiempo al pie, al final de su calle. Rara vez aguantó una noche entera, y concluyó que Ernesto (aún no conocía su nombre) tenía más tesón y paciencia para estudiar, lo que fuera, que el propio Luis para estudiarle a él. Eso lo encorajinaba y lo fastidiaba y al cabo de los días lo llevaba de vuelta bajo la ventana de Ernesto. Tanto, que fue así como acabó topándose con Alex, de quien, ofuscado como estaba en el estudio de esas sombras, no supo ocultarse.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Guardaba numerosos planos en láminas y cuadernos. El lugar de las puertas en cada calle y las ventanas. La disposición de dormitorios y salones, así como de los patios accesibles. Los tejados. De las grandes casas centrales tenía detallados los pasillos secretos, los accesos furtivos a las cloacas, a las catacumbas, al lago interior que soñaba por debajo de la ciudad como un corazón de agua inventada. Era aquel el producto de una ardua labor de escritura. 
Posiblemente de noche, tal vez en las más bulliciosas fiestas locales, visitaba los hogares en los que sabía que había historias de amor. Cuando él mismo se enamoraba, buscaba cómo provocar la relación entre amables. Les creaba el deseo y la distancia suficiente como para que escribieran correspondencia proporcionada al amor que en algún momento sintiera él mismo. No podían saber que les había provocado el amor sólo para robarles las cartas.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Aumentaba el número de los que apostaban que no ocurriría. El potencial de beneficios atrajo la elaboración de infraestructuras, de economías secundarias (apuestas parciales, interinas, sobre el proceso y luego terciarias, fraccionarias, la matemática se diversificaba en la colonización de apuestas). Los discursos, interesados o no, proliferaban a su vez: la mayoría venían con sus elucubraciones a dibujar el suceso cada vez más complejo y difícil, otros parecían explicarlo con una clarividencia que hacía crecer el valor de las apuestas.

sábado, 27 de septiembre de 2014

La lluvia trajo una noche prematura a los tejados de la ciudad y las murallas dejaban caer torrentes como remedando las fuentes indomables de la sierra. El agua, sin embargo, resbalaba sumisa por el aceite de su yelmo y de su curaza negra de sangre imborrable.
-Mira delate de ti al Látigo de Oriente, al Gran Semental, al Único Inmortal entre los hombres de nuestro tiempo. El bosque de estardartes que se levanta detrás, quiénes son sino mis ciento cuarenta y nueve hijos, a los que no dejaré morir esta noche, ni ellos mismos lo consentirán bajo mi vigilancia. Entrega ahora la ciudad. Comprende que son mías sus torres, mía la esperanza en el vientre de vuestras mujeres; y que tu mirada no caiga agotada ante el hambre y la sed que con mi cuerpo presento ante tu puerta, pues si aprecias tu vida, querrás servirme.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Elegante genuflexión para atarse los cordones de los zapatos. Antes de alzarse, la puerta le parece enorme, anciana o mítica. Pero está cerrada. En la fachada hay un roto, pequeño, bajo: casi tiene que arrastrarse o escurrirse de lado para entrar, arrancando otra dosis de seca masilla al deterioro. La grieta, no obstante, parece desde dentro aún más estrecha que antes. Ha atardecido de repente. El zaguán (gigantesco o angosto, son sombras, nubes, sus límites) está hinchado por partículas de polvo, flotan, iluminadas desde algún lugar impreciso. Los libros y los escombros se confunden. Están por todas partes, accidentando el suelo.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Añoraba tanto su conversación de vértigo. Era terrible comprobar tantas veces que sus nuevos interlocutores no llegaban a avivar la urgente dinámica del hablar con ella. Y en ese soporte extraño del recuerdo creía distinguir perfectamente, no la memoria imposible de las conversaciones, sino el abrazo de su dedos removiendo el café, y esa era la imagen sustitutoria de quién sabe qué lance, y del cruce de sus rodillas y de la textura sólo imaginada de sus pantalones, que eran en su memoria el código secreto con que se había grabado ardientemente aquellas sesiones ¡ahora tan escasas!, aquellas tardes de verano incipiente, aquellas cartas cogidas al vuelo de sus propios labios.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Sus piernas eran increíbles. Se levantaba de la mesa y la veía alejarse sostenida por prodigio tal y era imposible mantener resaca alguna de la conversación. Luego desapacercía y antes de volver llegaba a replantearse cuánto de justo era aquel punto y coma que acotaba cuanto pudiera haberse dicho. Justo para su conversación, para él, para la historia, para ella. Si ella era consciente, cómo no, de aquella puntuación, todo cuanto habían estado hablando qué otra dimensión ocupaba: cuanto había sentido, cuanto había rebatido, cuanto había imaginado, cuanto había con ella danzado en la palabra, en el coqueteo de la voz que casi se comparte. Y luego la veía alejarse y luego acercarse en su inevitable exhibir dos lazas de deseo. La imaginación cortaba a la imaginación, donde uno quisiera escalar como un conquistador, sus piernas inigualables una y otra vez, o descender como el que desciende de una cima deslizándose eternamente a tal velocidad, o el simple turismo de la contemplación ociosa. Sabría que si alguna vez se despedían estaría condenado a aquel punto y coma de sus piernas que nunca acababan, que prometían continuidad. Que robaban el sentido de cuanto había sido dicho, pensado, imaginado, mientras compartía plenamente ella con él su presencia.

martes, 23 de septiembre de 2014

Lo cruel es que aún muchos consideran su trabajo una ardua locura, una obsesión decadente de una mente desquiciada. 
Cuando destrozaron su violín en la misma calle, ciertamente sufrió lo indecible. Uno de los violines más perfectos que se habían construido nunca. Aparentemente ajeno al peligro, se empeñaba en recoger los infinitos restos diseminados. Tuvieron que agarrarlo entre varios para sacarlo de la calle; no es que forcejeara, sino que su empeño por recuperar los trozos de violín tenía una urgencia irresistible, y el miedo de los que pretendían auxiliarle dificultaba todos los movimientos embarullados del moemento.
Durante años fue muy fácil encontrar al viejo (cada vez más) violinista escudriñando adoquines y paredes siguiendo el rastro de los trozos desperdigados por la violencia y por los pasos y los vientos de ir y venir. Consiguió un nuevo violín, un violín, de excepcionalidad común. Paseaba por toda la ciudad tocando piezas matemáticas con precisión rigurosa. Analizaba la acústica, porque sospechaba que con la diferencia de sonido reverberando en aceras y fachadas podría localizar los restos de su querido violín, impregnados de perfección y sentimientos.
Claro que el Ayuntamiento acabó homenajeando a ese pobre loco, por lástima colectiva y cariño de su música itinerante. Hasta que empezaron a estudiar el efecto que sus horas de música, esperanzada, rigurosa, matemática, tuvo en las piedras mismas, no ya en los corazones que habitaban tras ellas. Decenas de músicos, de físicos, de científicos y esotéricos de toda clase empezaron a estudiar los efectos ¡reconocibles! que había ido dejando en calles sí, calles no y donde sospechaban que había podido rescatar algún trozo de su violín.
Luego alguien empezó a dejar constancia de lo que acarreaba ese trajín de estudios. Cómo la cultura y hábitos de la ciudad había reaccionado a los grupitos y parejas de investigadores. La bibliografía aumentó en una progresión reconociblemente curva. Las bibliotecas se fueron nutriendo de análisis estadísticos. 
Algunas tesis probaron luego que los sistemas documentales constados en estudios bibliográficos guardaban una correlación matemática de lo que había sido la búsqueda del violinista, como un espejo. Otras tesis, como negativos o moldes, conseguían con pruebas igualmente rigurosas, refutarlo.
Apasionados debates se daban cita en los centros de congresos, en las tertulias radiofónicas, en las tabernas de la ciudad.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Los lobos se quedaron en la ciudad varios meses. Durante el día era imposible encontrarlos. El Ayuntamiento y varias comunidades de vecinos organizaban batidas cada vez más multitudinarias y siempre infructuosas. La hipérbole y el misterio engordaban a la par que la frustración. Y por las noches el miedo mantenía las casas llenas y alerta; las calles prestas a los equívocos ecos. No hubo ni una sola prueba de los incidentes y sucesos que se relataban por doquier. Por supuesto conocí a muchos que aseguraban haber estado cerca del incidente, de conocer (ellos) a testigos directos de los hechos. Pero sólo Alicia me resultó convincente. No sé si sus historias o era su tono de voz o una predisposición mía la que me hacía creer, cuando nadie conseguía perturbar mi desconfianza.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Agustín no sabía qué hacer, así que acudía cada tarde a la consulta de Z. Pero, en ocasiones, cada vez más frecuentes, el mismo Z se quedaba sin ideas. Exprimía su cerebro y comprendía la profunda desazón  que atenazaba a Agustín. Precavido, decidió investigar durante la semana y consultar él mismo a varios colegas, en busca de actividades y asuntos de interés. La apatía de Agustín era tan profunda que los ayudantes de Z tuvieron que acudir a su vez a otras consultas. Siguiendo la reacción en cadena, pronto la ciudad entera estaba enredada en búsquedas constantes de investigación y consulta, con el objetivo final de ayudar a Agustín cada semana a encontrar algo en que ocuparse. En ocasiones esas actividades consistían en que Agustín ayudara o comunicara las actividades propuestas desde el sujeto B hasta el sujeto C, que a su vez eran asistentes de X y finalmente nutrirían el consejo de Z, lo suficientemente distorsionado al llegar hasta Agustín que éste era incapaz de reconocer implicación alguna. Años después, la madeja de actividades y búsquedas funcionaba como una imparable bola de nieve de calle a calle de la ciudad, de día en trabajos, de noche en sueños.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Uno de sus sueños recurrentes se hizo realidad años más tarde cuando un amigo dobló una esquina donde sólo había pared. Era, hasta entonces, había sido, una calle larga y recta, sin cruces, porque era la calle que bajaba por el perfil de la perdida muralla, ahora transformada en una sucesión de casas. Sólo algunas puertas. Pero el amigo giró, y en ese movimiento creyó que no desaparecía de la calle sino que se introducía en sus sueños. Lo condujo a una calle estrecha que surgía de alguna puerta. La calleja era más bien una escalera. La escalera era en realidad una sucesión de patios diminutos. Requiebros y requiebros que deberían ante toda lógica destruir las direcciones y haberse topado de nuevo con la misma calle, la de siempre. Pero no. Salieron juntos a otra que era, hasta entonces, había sido siempre incaccesible desde la primera. Tantas veces había soñado ese mismo descubrimiento. Un atajo en una ciudad supuestamente de piedra.
Porque de niño había callejeado de noche sin saber y las callejuelas se habían infiltrado en su alma. Porque de adolescente se topaba con lugares imposibles detrás de recovecos absurdos. Porque la ciudad durante años y vidas seguía retorciéndose entrecruzándose circuvolucionándose, como el espacio mendiante entre los cantos rodados de su suelo.
Uno va pisando niñez, amistad y sueños. En la ciudad de las salidas innumerables.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Miguel se presentaba en las fiestas como Teo. Al final de la velada reconocía que se llamaba Víctor y que debía ser discreto debido a su puesto en el consulado. Todos los documentos oficiales los firmaba como Mr. Thompson. Entre sus más allegados se gustaba como Mandy. Sólo cuando deseo disimular fingía ser yo y si me preguntaban reconocía que me encontraba fuera de la ciudad. Esto acarreaba, al más conocido como Arturo, no pocos problemas. El más interesante le ocurrió cuando su familia descubrió que no respondía por el nombre de Vicente.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Por ejemplo, todas las leyendas mienten sobre la Torre de San Juan. Son muchos los que conocieron al atávico erigidor, cuando frecuentaba las tarbernas para seducir a hombres brutos, con los labios torcidos a base de finos, y las columnas encorvadas de hablar de fútbol, de toros y de obras públicas. Decidió no cortarse el pelo hasta que encontrara el hombre honesto capaz de salvarle a él y a toda la ciudad. Para ello decidió esperarlo en el balcón de su casa, donde terminó pasando hora tras hora. Los transeúntes lo veían peinar su melena creciente y peinarla y florearla balcón abajo, a década creciente.
Cuando su melena tocaba el suelo, elevaba el piso del balcón. Al cabo de unos años era obvio que ya no podría bajar de su prisión, que no quedaba más remedio que un héroe subiera a rescatarlo. Pudiera parecer que lo que quería con su trenzada melena es que subieran por ella para salvar la altura de la torre; pero los que lo conocieron en los mezquinos bares, sabían que todo era una escusa para crear esa torre y que se volviera inaccesible, y demostrar así que nadie era tan hábil escalador de intenciones como para salvarlo. Todo eso sí, disimuladamente. Y así, subiendo piso tras piso, trenzaba con quejas, lamentos, un nuevo nudo en la melena de su patético orgullo.
Curiosamente (la muerte le llegó saltándose los formalismos) las inclemencias del tiempo fueron erosionando la torre, enmenudeciéndola, ridiculizándola. Cuando los cristianos llegaron a la ciudad la confundieron con un minarete de alguna mezquita que ellos mismos habían destruido. La única manera hoy de reconocer la torre es paseando bien borracho de finos, siendo muy cínico, y sintiéndose convencido de que al doblar la esquina, esta triste torrecita lo convertirá en un héroe.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

El sol no sale en el verano durante días enteros. Largas horas de tortura tras las persianas. Las horas auténticas acumulan macetas en las terrazas, de cháchara, tomando pinchos y cervezas, tapas y así hasta el momento del sudor y la soledad. 
Sólo esa especie ejemplar, modelo de conducta, envidia de la civilización moderna, los turistas, delira (en colectivo) con un sol que da sombra a su paseo, acaso ignorantes de la sólida y palpitante verdad que se oculta tras las ventanas, una sola verdad común en todas las casas: el sol no existe. Las persianas locuaces dan buena cuenta, sádicas, de lo que debe saberse.
Llegando la aurora, enjambres de ciclistas se derraman en el Vial dispuestos a libar la sierra con su esfuerzo (piernas y cháchara hasta perderse en la selva). Por ese hito cotidiano, multicolor, se mide el día. Y no por las divagaciones de los que ocultos en la sombra de su infierno escriben y escriben tecleando sangre mojigata para las pantallas de aquellos que escriben y escriben ojeando sangre mojigata días enteros, encerrados, acaso dioses.

martes, 16 de septiembre de 2014

Había estado robando cartas, cartas de amor. A su guarida fueron llegando durante generaciones detectives. Quedaban prendados del botín (imaginemos: pasillos, salones, catacumbas rebosantes de cartas de amor desde generaciones, en anaqueles, baúles, suelos). Sin darse cuenta se convertían en los guardianes del tesoro. Los siguientes detectives llegaban tras las pistas y tenían que encontrar a febriles defensores de su trozo de tesoro. Los detectives iban más allá sin saber que luchaban contra los fantasmas de su futuro. 
Sólo un héroe llegó a superar este endiablado proceso. La casa entera ardió en uno de los incendios más monumentales y menos recordados de la ciudad. Durante diecisiete días con sus noches llovieron pavesas de cartas de amor. Todo el campo en legua y media alrededor quedó abonado por la tinta quemada de las cartas de amor. Nadie habla de ello, pero es seguro que aún hoy se conservan trozos de cartas que sobrevivieron, retales de palabras de secreta conexión. Nadie habla pero brota la sospecha del suelo y de los campos en legua y media alrededor. Sospechas de deseos.
Y como todos se esfuerzan tanto en ocultarlo, los más avispados pueden intuir los deslices entre su lenguaje cotidiano.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Como se hicieron célebres los largos debates entre Alberto y Bartolomé. Comenzaban en cualquier plaza y luego se alargaban dando paseos por la Judería sorteando los más alambicados vericuetos dialécticos. Los razonamientos de ambos eran tan atinados al tiempo que dispar su punto de vista que con facilidad acaparaban la atención de oyentes cercanos, hasta el punto de que empezaron a seguirlos en sus paseos. 
Ellos, enfrascados en el análisis de sus discusiones, no echaban cuenta (o sí, eso habría que determinarlo con testigos de sus conversaciones) y ensortijaban sus trayectos por las callejuelas. La circulación de paseantes se volvió densa y solía ser difícil seguir la procesión; tanto que toda una calleja podía rebosar seguidores y resultar imposible verlos a ellos mismos. 
Pero lo peor era cuando entraban en alguna tetería. Allí pasaban horas sin abandonar el sitio, con solo un servicio de té. Entonces las ventanas se convertían en objeto
de disputa. Acalorados combates por situarse en primera vista. Por oír algo de la conversación o de las discusiones que mantenían los que sí oían algo.
Todo el barrio antiguo se convirtió en un ir y venir de discutidores, mientras que a Alberto y Bartolomé casi nadie los veía. Se suponía que estaban allí y que alguien los escuchaba de veras. Pasaron los años y, claro, había rumores de que alguien los había visto, que los había acompañado por el Puente Romano, que se habían sentado con ellos en la tetería (esto era absolutamente inverosímil, dada la demanda); pero siempre era mucho mayor, de una proporcionalidad terriblemente matemática, la cantidad de personas que nunca tuvo contacto directo con los sabios.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Al oír aquellos ruidos, suspiros, casi gritos casi contenidos, imaginó que eran su amante y su mejor amigo, que apretaban sus cuerpos, que se buscaban rincones nuevos del cuerpo hasta encontrar un placer ignorado, que follaban, que se zambullían en una cascada de carne y sudor y saliva y labios y la cremosidad del bello, tal vez sangre. Aunque Héctor aún no tenía amigos, ciertamente, ni había tenido jamás amante alguna y ni remotamente tenía noticia del sexo salvo lo que su propio cuerpo pudiera insinuarle.
Héctor localizó la ventana desde la cual se derramaban palabras y suspiros y los comentarios jocosos de los muebles. La calle desierta alentaba el rumor de los amantes. El estruendo de una bandada de pellizcos salía de esa ventana. Héctor, ya había salvado fácilmente los setos, se dispuso a escalar la fachada de ladrillo, antigua. Su figura de escalador incipiente pegada con ansia a la pared. La ventana estaba allí, tan cerca que era la tentación misma, tan vertical como el mismo imposible.
Héctor, tratando inútilmente de escalar la ventana construía con su cuerpo el deseo de encontrar allí al amigo creado, además el cuerpo de un hombre, y el deseo de encontrar allí a su amante, además el cuerpo de la mujer. El acto mismo era la pertenencia, la pertenencia de todo ello.
La calle desierta le privaba de ningún testigo de su acto inútil.

sábado, 13 de septiembre de 2014

Los tres padecían largos periodos de insomnio. Alex frecuentaba tascas de juego, los tugurios sombríos en los que se apostaban insólitas pertenencias, los pisos de estudiantes donde se organizaban esotéricas orgías, duelos a muerte. Luis deambulaba solo mascullando pensamientos viles, gloriosos, estrategias en cada rincón de la ciudad poblada de ecos, gatos y sombras. Debieron conocerse ellos primero; sin embargo, Luis dio antes con la luz encendida en la buhardilla de Ernesto, quien consumía más horas que su lámpara en estudios y lecturas.

viernes, 12 de septiembre de 2014

En el principio era un café. Ella llegaba tarde y él se sentó en la terraza con aire de suficiencia. 
Trataba asuntos serios, ya ves, y contundentemente se negó a perder el tiempo en fruslerías. Ella se apartó ofendida como si los asuntos fueran ella misma en el desprecio. Se fue a hablar con otro grupo despechada en el irse, despreocupada en el llegar. Pero estaban conectados: cuando le concedió, temeroso de haber perdido la oportunidad, otro momento, una cita, un café, para hablar con calma.
Ella apareció casi al instante en el que él llegaba. Prescindió de prolegómenos. Estaba desconcertada.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Remington echaba de menos a una mujer que no había conocido nunca, precisamente por no haberla conocido. Ni siquiera se explicaba de dónde habían surgido esos sentimientos que como una humedad había ido coloreando sus pensamientos. Lo más probable es que ni siquiera supiera, al principio, en qué consistía, que fuera anhelo o nostalgia, verbalizable. Ningún otro tenía noticia de sus fantasías previas. Él mismo no atesoraba en su yo memoria de sus fantasías. Nadie lo había sorprendido nunca en plena danza imaginaria con su Liz imaginaria. ¿Vamos a deducir ahora cómo lo descubrió?
En primer lugar, sentía. Sus sentimientos, no definidos ni ordenados por el discurso, eran una realidad evidente.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Se sucedieron de forma similar varios ciclos en que el meme de la Puerta del Perdón se hundía y volvía, porque en la red nada desaparece y porque el monumento sobrevivía a las crisis humanas y los desastres. Pero yo estaba inquieto: los muertos nos volvemos muy egoístas y como veía que en tanta eternidad no se me prestaba atención, yo que era el creador de esa idea, decidí reivindicar como fantasma lo que no supe reivindicar avant la corps
Diría vagamente que tardé años incautos en darme cuenta de la inutilidad, la ridiculez, la pantomimería de mis actos de fantasma. No porque carecieran de estilo, sino porque en aquellos tiempos, el turismo era escaso y difícil y la gente en general hacía poca vida en la calle, y menos en las calles de ciudades antiguas, prácticamente nada en estos países desprestigiados. Nadie era testigo de mi vergüenza.
Tuve que aprender a manifestarme en los medios de comunicación. Acabaron detectándome, pero no llegaron a saber de qué se trataba. Era un fenómeno singular y misterioso. Se escribieron muchos artículos sobre mí, incluso alguna tesis. Pero era pura investigación, un problema difícil de definir y sólo parcialmente solucionable. Por mi culpa, los pocos que aún prestaban atención a las viejas leyendas de la Puerta del Perdón acabaron desapareciendo. 
La puerta abandonada, las calles abandonadas. La humanidad cambiaba y mientras más evolucionaba más lenta se volvía mi habilidad de adaptación. El vocabulario dejó de ofrecer términos que animaran mi esencia, mi ser, mi fantasía. La filosofía resultante se desarrollaba en otras dimensiones. Por tanto, dejé de existir.
No pude dar cuenta del deterioro del monumento. De los eones agolpándose sobre las piedras. De el breve empuje de la tectónica antes de que a una nueva humanidad le diera por escarbar y reencontrar la Puerta. Ellos imaginaron entonces sus propias costumbres (no puedo saber cuáles) rodeando los usos del monumento. Allí donde poníamos las citas ellos pensaban que sucedía x. En el lugar de las fotos interpretaban que y. Si el erotismo, entonces z

martes, 9 de septiembre de 2014

Y fue así como pasó de moda. La gente no sabía lo que hacía. Llegaban desde lejos y hacían fotos, no sabían muy bien por qué. El monumento seguía allí, la torre seguía allí, la puerta seguía allí. Allí mudo el letrero grabado en el suelo indicando que esa era la Puerta del Perdón. 
Entonces, esfumada mi juventud social, mi vida romántica, decidí escribir un relato sobre la Puerta y su letrero. Colgué mi relato en internet. La escasa repercusión y el largo tiempo llevó una vez más la idea de casa en casa, con ese pulcro anonimato que tanto me gusta, y, por cosa de los motores de búsqueda, cuando los turistas llegaban a la Mezquita y enfocaban la torre o la puerta, la realidad aumentada los llevaba a ese relato y otros muchos que se habían ido generando, porque la gente de mi generación que... en fin, todo eso.
Ahora cada cual quería contar su encuentro bajo la Puerta del Perdón en su blog, en su página privada, escribían microcuentos autobiográficos dando su toque personal sobre la Puerta, la Mezquita, la libertad, el amor, el futuro, el Perdón, y todas esas intelectualidades de la pura inocencia y el erotismo. Cuando los famosos se sumaron a la idea y cuando el dinero se sumó a la idea y cuando las nuevas generaciones se sumaron a la fama y al dinero, la red de redes estaba plagada de Puertas del Perdón que contaban historias, y luego surgieron las Puertas de la Tardanza, y las Puertas de la Envidia, hasta que los fanáticos, los puristas, los exégetas se empeñaron en recordar que el origen de todo esto era la Mezquita con sus puertas y que esos debían ser los nombres; no yo (que por otra parte, hacía años que había muerto) sino la Mezquita con sus puertas incontables.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Aquel amigo se rio de mí; pero luego se dedicó a usar mi idea con sus propias citas. Sólo que él no aguardaba discretamente sobre las palabras grabadas en el suelo; sino que, según el carácter de la mujer de turno (porque él sólo hacía esto con mujeres), las embadurnaba con una perorata sobre el perdón y el erotismo, el perdón y el futuro, la palabra y el perdón, la palabra, el perdón, el espacio, el erotismo, el futuro, la mezquita. Con humor, él era jovial y más dicharachero que yo. Hasta que se cansó o se olvidó, no sé como pasó la cosa.
Sin embargo, debido a la promiscuidad de mi amigo (cuyo nombre mantendré en silencio como si estuviera escrito exclusivamente en el suelo) en Córdoba se puso de moda concertar citas románticas ante la Puerta del Perdón. Y luego citas de amigas. Encuentros sin más. Las citas a ciegas se hacían selfies en la Puerta y difundían su Perdón y su encuentro por las redes sociales.
Se convirtió en un fenómeno de masas. De todos los países del mundo venían autocares llenos de turistas que le hacían foto al letrero en el suelo y obviaban la puerta y la torre; soliviantando los ácidos comentarios de los pedantes. Pero claro, como se reunía tanta gente, resultaba muy difícil concertar una cita viable en la Puerta del Perdón. Los enamorados y los culpables se vieron desplazados por los turistas. 
Aún durante un tiempo se mantuvo la moda. Sin sentido. Pura hiperrealidad. Mientras las parejas quedaban relegadas a concertar citas en las puertas de sus casas.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Las puertas de la Mezquita de Córdoba son incontables. Un hombre serio, cariacontecido, mira los planos y en sus apuntes ve puertas con nombre; pero hay arcos que antes fueron puertas y paredes que antes fueron puertas y antes hubo paredes con puertas donde ahora hay aire, y uno acaba confundiendo cada arco con el aire y los muros y en el suelo vemos escritos los nombres de las puertas y las losas de las tumbas y los cimientos marcados de una torre sólida que ya no está. 
De todas las puertas, la menos original es la Puerta del Perdón.
Una mañana observé a un hombrecillo intentando dibujar la silueta de su propia sombra a la sombra de la Puerta del Perdón. Cuando se fue, me acerqué a comprobar su dibujo. Era muy difícil reconocer en esa superficie la figura de un hombrecillo encogido dibujando su propia silueta.
A la tarde, la lluvia habría borrado inclemente su dibujo. Pero he aquí mi memoria.
Cuando yo era joven y en mi vida social abundaban los encuentros eróticos, me gustaba concertar citas en la Puerta del Perdón. Esperaba a mis amantes justo encima de la palabra, cuidadosamente grabada en el suelo. Cada cita en la Puerta del Perdón. Creo que nadie se dio cuenta nunca; pero yo tenía la convicción de que aquello tendía su efecto.
Pero una vez, cansado de que mi juego secreto nunca se viera reconocido, decidí contárselo a un amigo.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Remington supo un día que Liz se había mudado hacía ya dos semanas. De golpe, fue una noticia sin más; pero poco a poco esa información fue subvirtiendo la fuente de sus fantasías. Porque todo lo que había imaginado en esos días en los que ella ya no estaba se invistión de cierta falsedad. Y cuando Remington volvío a imaginar que leían juntos en el salón, supo que aquello era imposible, que Liz no se correspondía allá arriba; pero es más, le hacía cuestionarse fantasías pasadas, pues ¿qué fantasma había leído con él entonces, había pasado la fregona, había regado las plantas? 
Por primera vez las fantasías se tejían entre ellas formando un extraño discurso. Al principio no directamente unas con otras, unos actos con otros, sino que surgían en su mente la fantasía del acto con su correspondiente fantasma. Si imaginaba que Liz se quitaba cotidianamente las medias mientras él se ponía el pijama, surgía aquella fantasía en la que ambos merodeaban la cama antes de acostarse pero que resultó ser falsa, porque Liz ya se había marchado entonces. Después se conectaban con todas las fantasías de cama, y con las fantasías de medias, calcetines, pijamas... 
Era incómoda la diferencia entre aquellas tres formas de imaginar a Liz: 1) aquellos actos que ya pertenecía al recuerdo y eran ciertos, 2) aquellos del recuerdo pero devaluados, 3) los gestos nuevos que de cotidianos pedían a Liz pero que se sabían solos. 
Liz nunca más.
Y Liz nunca había sido.
Aunque los otros movimientos e ideas funcionaran independientes de aquellas fantasías, la falta de Liz supuso una picadura constante en todo su ser. Cada dos por tres le asaltaba el extraño déjà vu que alteraba su respiración y su pulso. A veces hasta tenía que parar su gesto, porque (aunque no siempre lo recordaba) ya no podía acompañar la imagen de sí con la imagen de Liz en esa misma habitación. Porque Liz ya no estaba.
Y lo más terrible era que nunca había estado. Que todo habían sido fantasías, y que ahora las fantasías estaban vaciadas por una ilusión de falsedad, debido a esas semanas de confusión.
No, no, no; aún peor era que Liz realmente estuvo siempre allí, al otro lado de su fantasía, en el auténtico piso superior, y él nunca hizo nada por conocerla, porque tenía a su Liz en su piso, en sus gestos.
Ahora, la falta de Liz, real, se enganchaba a los pensamientos, reales, y a las personas que llegaban al piso (primero) o que encontraba en la calle (después), o sus amigos de siempre. Ya no eran fantasías aisladas, sino que tejían el sentimiento de su respiración al hablar con alguien.
Al despedirse de alguien.  

viernes, 5 de septiembre de 2014

Remington sentía celos cuando algunas noches oía el obsceno somier de Liz. Eran punzadas de celos en los oídos y en el estómago. En la espalda cuando se daba la vuelta para esconderse, inútilmente. En la piel cuando se tapaba a disgusto con la sábana o la manta, según la época del año. En verano era peor: las ventanas abiertas y el aire caliente daban volumen a los sonidos, y los celos aumentaban al pensar que otros vecinos pudieran gozar los mismos celos que él, los mismos obscenos soniquetes del somier de Liz.
Nada más, pues Liz hacía el amor tan descalza que tampoco se la oía a ella, sólo a su cama cómplice o traidora. Acaso luego, en los sueños, Remington subiera hasta ella, haciendo del pensamiento una flecha no aislada. Pero Remington nunca recordó haber trepado por la fachada desde su sexto hasta el séptimo de los amantes. Y él tampoco fue nunca el amante de Liz por culpa de los celos. 
Remington se imaginaba a veces que los cuerpos ofuscados en el sexo le molestaban en su propia cama, y él tenía que hacerles sitio, a regañadientes. Y cómo saber si entonces los sueños eran ese espacio otorgado.
A la mañana, el efecto de los celos cuando preparaba el café.
A la mañana, la resaca de la fantasía que no se dilata y no se enreda.
Todos los actos del día hasta el reencuentro de las noches.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Remington vivía, usualmente, solo en su piso. Liz, al menos desde fuera, parecía llevar un estilo de vida similar. Mañana de trabajo, tarde de solteros, noches variadas fuera y generalmente la misma dentro. De vez en cuando, uno u otro, llevaban amigos a sus casas, amantes, novios. Durante los casi diez años que fueron vecinos, cada cual tuvo parejas más o menos estables, ninguna especiamente importante a posteriori, que perturbara su dinámica de juventud.
Tal vez sea necesario explicar por qué jamás hizo nada Remington por tener más relación con Liz. Explicar esta necesidad también resultara conveniente, tal vez. La razón, convenza o no, es sencilla. Las distintas fantasías de Remington se desarrollaban en pequeños lapsos independientes. Cada fantasía no se relacionaba con ninguna otra de ninguna otra faceta del pensamiento de Remington. Era algo semejante a un movimiento involuntario de nuestros dedos sobre el cabello, o a la técnica personal con que apretamos un interruptor o atamos unos cordones. En realidad no estaban unidas entre sí. Pensemos en Remington en un gesto en una habitación, fantaseando con ese mismo gesto cohabitando con Liz, y solo el gesto y no ellos mimos.
Por esto, cuando alguna vez se cruzara con Liz en la escalera, no sentía necesidad alguna de ir más allá, pues intuitivamente ya tenía satisfecha su intimidad con ella. Hablaban del tiempo en esas conversaciones fáticas entre vecinos. No pensaba en Liz al abrir la puerta, todo lo más abriendo la puerta. No pensaba en Liz si pensaba en su trabajo, en su familia, en sus amigos, o en las noticias, acaso si se sentaba, en el momento de sentarse, si se levantaba en el acto de levantarse. Ni mucho menos pensaba en Liz cuando hablaba, por teléfono, y menos aún cuando tenía visita. Pero por otro lado, que hubiera allí alguien con él, que amara a alguien, que pensara en alguien, no impedía que al recorrer el pasillo imaginara que Liz pudiera recorrer el mismo pasillo con sus pies descalzos, portando algún objeto de turno o vistiéndose o desvistiéndose. Unos pensamientos no influían sobre otros.
Acontecían con la impetuosa y rudimentaria combustión de una estrella fugaz en el intenso firmamento de distintas noches. Con su rápido boceto de deseo que no ha sido apuntado.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Remington pensaba muchas veces en su vecina Liz, la que vivía justo encima de su piso. Dado que ambos pisos tenían el mismo diseño, imaginaba que cuando Liz se movía lo hacía en realidad en el piso de él, o viceversa. No siempre imaginaba que compartían movimientos, a veces los superponía. Por ejemplo, suponía que cuando él cocinaba, ella también cocinaba justo en el mismo punto y en la misma posición delante de la encimera. Se confundían entonces él con su cuchillo pelando patatas y ella con el suyo cortando ajos, por ejemplo, y ambos despojos caían delante confundidos. Y se imaginaba pidiendo permiso o perdón por interrumpirse al coincidir en el chorro del grifo al lavarse las manos.
O esquivándose por los pasillos. Imaginaba que Liz caminaba siempre descalza, porque rara vez escuchaba sus pisadas, incluso cuando la había visto subir o sabía ciertamente que estaba en casa. O, si oía las cañerías jugueteaba con la idea de compartir la misma actividad en el cuarto de baño, lo cual era una situación tan vergonzosa como cómica. Ambos se lavaban los dientes frente al espejo. Ambos soltaban las cosas y se recostaban, cada uno sobre su sofá, a escuchar música o ver la tele, o ambas cosas. Ambos hablaban con teléfono con sus respectivos conocidos, con sus respectivos problemas. Nunca se imaginaban hablando entre sí, porque la más mínima palabra lo despertaba de su fantasía, como un gesto nos avisa de un sueño.

martes, 2 de septiembre de 2014

Advertencia de continuidad. Algo así debiera estar sellado a fuego en cada pensamiento, tentado de perpetuarse en una coherencia abierta a fantasías. Irónicamente la advertencia sería índice del límite al que toda continuidad está abocada. La boca de la continuidad es el desfallecimiento al que está tentado permanentemente. Porque está velado para el pensamiento que no existen el "debiera estar", el "cada", el "permanentemente", el "no existen", etc. Son fantasmas, sombras que genera el límite de cuanto acontece. La sombra de un fantasma es su límite y el límite es su única realidad. La boca tienta la realidad con sus manos, por eso, sea lo que sea, lo que tenemos está ahora mordido.

lunes, 1 de septiembre de 2014

El día que sellaron su maldición...
Todos en el pueblo pensaron que aquello sería un asunto familiar, eso por un lado. Pensaron, y habría que analizar sobre qué se sustentaba esa imaginación, que aquello tendría un carácter fulminante. Pensaron, y eso es fácil de comprender, como prejuicio, que sus destinatarios estaban bien delimitados, por la sangre, por los apellidos, por las fachadas de las casas. Debieron haber previsto que una simple conversación basta, un coqueteo, un comentario apenas, un chisme, cuanto más una leyenda y una leyenda de amor, de fuerza, de ambición y duelo.