domingo, 13 de noviembre de 2016

y IV. La custodia del legado (y f- "fin")

     Así, cuando escribía, sentía que era otro quien acababa de escribir lo que tenía delante. Cuando leía, sentía que era otro quien ya había leído cualquiera de los textos, como la Academia se convirtió en otra Academia distinta al hablar con Critóbulo y en otra muy distinta cuando murió Platón. Hasta la misma Atenas le costaba trabajo reconocerla, justo al marcharse, justo al volver, justo al volver a abandonarla. Y su amigo Hermias fue otro en Atarneo, y otros muy distintos los que tuvo que encontrar al rememorarlo después de su muerte.
     Y cuando regresaba a los textos de Sócrates allí le esperaba el torbellino de enigmas que encontraba contagiado del torbellino de obsesiones, olvidos y secretos que revolucionaban la rueda de los días. Aquel no parecía el texto de un maestro, sino la bárbara broma de unos demonios borrachos. No entendía hasta qué punto debía realmente conservar ese legado. Como no podía estar seguro de si aquellos textos eran las ebriedades seniles de aquel viejo borracho, o si fueron en cambio delirios juguetones de su propia juventud. Como él era víctima de su propia confusión y de su olvido, le costaba trabajo tomar decisión alguna al respecto. ¿Y si aquel era realmente el secreto que explicaba el funcionamiento del mundo? Un mundo que soplaba sobre sí un surtido de leyes a la deriva. Un mundo servil y obediente al cachondeo de los dioses.