jueves, 18 de septiembre de 2014

Por ejemplo, todas las leyendas mienten sobre la Torre de San Juan. Son muchos los que conocieron al atávico erigidor, cuando frecuentaba las tarbernas para seducir a hombres brutos, con los labios torcidos a base de finos, y las columnas encorvadas de hablar de fútbol, de toros y de obras públicas. Decidió no cortarse el pelo hasta que encontrara el hombre honesto capaz de salvarle a él y a toda la ciudad. Para ello decidió esperarlo en el balcón de su casa, donde terminó pasando hora tras hora. Los transeúntes lo veían peinar su melena creciente y peinarla y florearla balcón abajo, a década creciente.
Cuando su melena tocaba el suelo, elevaba el piso del balcón. Al cabo de unos años era obvio que ya no podría bajar de su prisión, que no quedaba más remedio que un héroe subiera a rescatarlo. Pudiera parecer que lo que quería con su trenzada melena es que subieran por ella para salvar la altura de la torre; pero los que lo conocieron en los mezquinos bares, sabían que todo era una escusa para crear esa torre y que se volviera inaccesible, y demostrar así que nadie era tan hábil escalador de intenciones como para salvarlo. Todo eso sí, disimuladamente. Y así, subiendo piso tras piso, trenzaba con quejas, lamentos, un nuevo nudo en la melena de su patético orgullo.
Curiosamente (la muerte le llegó saltándose los formalismos) las inclemencias del tiempo fueron erosionando la torre, enmenudeciéndola, ridiculizándola. Cuando los cristianos llegaron a la ciudad la confundieron con un minarete de alguna mezquita que ellos mismos habían destruido. La única manera hoy de reconocer la torre es paseando bien borracho de finos, siendo muy cínico, y sintiéndose convencido de que al doblar la esquina, esta triste torrecita lo convertirá en un héroe.