El sacerdote le dio a Hilofonte una lámina de metal en la que había grabado el oráculo de la pitia: “¿Y si tú eres el más sabio?”. Apremió al ateniense a salir, para acabar cuanto antes con aquella situación, que no podía ser muy buena para la reputación del santuario. Hilofonte, incrédulo, miraba la tablilla. Una vez más, la caligrafía era endiablada y el trazo muy débil.
Confuso y aturdido, siguió subiendo por la vía sacra hacia el teatro y los estadios. Desde allí podía contemplarse toda la ascensión del santuario y las laderas de los montes circundantes. La panorámica era, sin lugar a dudas, impresionante. Detrás de él, los visitantes jugaban a ser atletas y corredores. Alguna que otra vieja gloria gustaba de pasearse, alardeando ante los admiradores, de sus pretéritas victorias. Toda aquella diversión masculina y mundana, detrás, parecía irreal; mientras que el valle que se hundía ante él parecía dar al aire un aspecto sólido, divino, verdadero. Toda aquella experiencia estaba literalmente a sus pies, y con la vista podía recorrer de nuevo el camino serpenteante dentro y fuera del santuario. Podía ubicar cada uno de los avatares. Su cabeza estaba como borracha. Hilofonte no concebía momento más oportuno que ese para desentrañar las palabras del oráculo.
Es más, durante todo el viaje de vuelta a Atenas, Hilofonte intentaba ubicarse mentalmente en los balcones del templo de Dionisos, y en las vistas del estadio, y en el hipnótico descenso, serpenteando via sacra abajo. Creía que en aquella impresión estaba el auténtico entendimiento de las palabras sagradas.
Confuso y aturdido, siguió subiendo por la vía sacra hacia el teatro y los estadios. Desde allí podía contemplarse toda la ascensión del santuario y las laderas de los montes circundantes. La panorámica era, sin lugar a dudas, impresionante. Detrás de él, los visitantes jugaban a ser atletas y corredores. Alguna que otra vieja gloria gustaba de pasearse, alardeando ante los admiradores, de sus pretéritas victorias. Toda aquella diversión masculina y mundana, detrás, parecía irreal; mientras que el valle que se hundía ante él parecía dar al aire un aspecto sólido, divino, verdadero. Toda aquella experiencia estaba literalmente a sus pies, y con la vista podía recorrer de nuevo el camino serpenteante dentro y fuera del santuario. Podía ubicar cada uno de los avatares. Su cabeza estaba como borracha. Hilofonte no concebía momento más oportuno que ese para desentrañar las palabras del oráculo.
Es más, durante todo el viaje de vuelta a Atenas, Hilofonte intentaba ubicarse mentalmente en los balcones del templo de Dionisos, y en las vistas del estadio, y en el hipnótico descenso, serpenteando via sacra abajo. Creía que en aquella impresión estaba el auténtico entendimiento de las palabras sagradas.