jueves, 9 de octubre de 2014

Brotó una higuera entre los pisos de una calle considerablemente estrecha. Saltaba de una fachada que se descomponía. Sus raíces fueron la ortopedia de una estructura destinada a la destrucción. Sus ramas parsimoniosas buscaban, qué si no, la luz. Se apoyaban en la fachada opuesta como los dedos de un amante en el cuerpo que acaricia durantes años. Así dedos, y brazos, y el hombro y el cuerpo entero tumbado sobre la fachada y creciendo hacia la herida de cielo. Sus ramas como un chorro de madera que desafía la gravedad, el tiempo y la materia.
La calleja era cada vez más hermosa. Enormes hojas o mágicos farolillos verdes. Olor de campo, burbujas del sol, en el centro más antiguo de una ciudad de sombras. En verano quiénes no se detenían. Los insectos cuidaban allí sus modales. Nada que decir de los gatos. De las parejas. De los turistas. De los poetas que utilizaban su estampa como soporte para su poesía urbana. Los versos eran absorvidos por el latex de sus múltiples tronchaduras (las ramas apretaban la calleja hasta el paroxismo), y serigrafiados por el jugo de los higos en descomposición. Incomparables las tormentas, ¡las tormentas!
Todas esas huellas influyeron en su crecimiento. La higuera se hinchaba durante años tan hermosa. Se convirtió en una torre, en un ramo colosal. Se convirtió en una cueva, en un laberinto de cuevas. Se convirtió en un monumento. Resistía la pobreza del invierno y el sadismo del verano. Resistía las obras públicas (tan complejas ya sus raíces). Resistía las navajas de los adolescentes. Resistía el Ana & Andrés. Resistía una y otra fecha de compromiso. El odio y la torpeza. El Ayuntamiento quiso proteger la higuera, pero se le escapó de las manos. Científicos y botánicos eran abducidos por la bibliografía que ellos mismos generaban y nunca visitaban. Los pájaros se hicieron reyes y su corte era mágica.
Un anciano se quedó dormido al pie de esa calleja, que era toda ella hueco e higuera. Como era un lugar protegido, nadie se atrevió a despertarlo. El aroma de los higos y las moscas le harían soñar con la niñez. O con el sexo. El anciano permaneció dormido durante años. Apareció en múltiples fotografías. Se le citaba en miles de chistes. Dio nombres a bares. Cuando las calles se desmoronaron y sólo quedó el esqueleto de las casas esculpido por las inverosímiles raíces de la higuera, el anciano aún estaba allí. Cuando remodelaron el barrio y cercaron por un elegante jardín la misteriosa higuera escultora de edificios, el anciando aún estaba allí. Los niños jugaban alrededor de su figura, nacarada de látex durante décadas. Subían como gatos, Jugaban como amantes. Soñaban como turistas. Surgió una guardia suiza de monos arborícolas, lemures, dragones aulladores, elfos, demonios con higos como testículos, con escudos hechos con hoja de higuera, con afiladas lanzas de pura luz.
Todo esto terminó la noche del incendio de las cartas de amor.