sábado, 14 de febrero de 2015

Déjame pensar

Pocas cosas cambian tanto como el cuerpo.
Yo recuerdo
que una vez caí
de la bicicleta por un camino de tierra.
Iba rápido, bajábamos. Me derramé por el suelo derrapando.
Durante un mes tuve la pierna (ahora no sé cuál)
rayada de finos arañazos, con sus minúsculas costras
que eran como estelas de un bólido nocturno
talladas en mi piel con sangre.
Pero de todo eso ya no queda rastro.
Y así, podría seguir: con las uñas y sus manchas cortadas,
los lunares que salen, los pelos, que quieren quedarse,
el dolor de aquí, el calor de allá,
el hambre, el sueño, luego otra vez otra hambre, el sueño.
¡Ay, dolor, aquí! Ese calor, ese calor de allá.
Y así podría seguir. Las venas que se hinchan por una posición:
leía con el libro en el suelo y el cuerpo en la cama. Mis manos
enrojecían.
Los libros han cambiado. Ahora tengo otra bici (no sé cuál es ahora),
ni siquiera están los árboles bajo los que paseaba
y el Ayuntamiento ha hecho de las suyas en los caminos;
pero sigo llamando y llamando a este cuerpo el mío.
Cualquier cosa cambia tanto o más que el cuerpo.
Tanto como para extrañar el hogar
al que estás a punto de llegar:
tu cuerpo, su cuerpo y el mío.
Donde esas caricias parecen conocidas.
Ese remanso de novedad en tus palabras.