sábado, 27 de septiembre de 2014

La lluvia trajo una noche prematura a los tejados de la ciudad y las murallas dejaban caer torrentes como remedando las fuentes indomables de la sierra. El agua, sin embargo, resbalaba sumisa por el aceite de su yelmo y de su curaza negra de sangre imborrable.
-Mira delate de ti al Látigo de Oriente, al Gran Semental, al Único Inmortal entre los hombres de nuestro tiempo. El bosque de estardartes que se levanta detrás, quiénes son sino mis ciento cuarenta y nueve hijos, a los que no dejaré morir esta noche, ni ellos mismos lo consentirán bajo mi vigilancia. Entrega ahora la ciudad. Comprende que son mías sus torres, mía la esperanza en el vientre de vuestras mujeres; y que tu mirada no caiga agotada ante el hambre y la sed que con mi cuerpo presento ante tu puerta, pues si aprecias tu vida, querrás servirme.