sábado, 8 de noviembre de 2014

No. Porque tocó la blanda carne de su cintura no, de su costillar, abajo del pecho aún, con sus manos frías y ella se revolvió sin poder evitarlo. Sin embargo, no iba a desistir y se acercó con su cuerpo caliente y áspero y sus manos frías, sus brazos fuertes. Ella se acercó con su boca, se alejó con su cuerpo, se acercó con su rodilla, se alejó con la cadera y dejó caer sus cabellos en el torso decidido de su amante. Labios húmedos y manos frías.
Tenía que cruzar cada mañana la ciudad por la ribera del río. No podía avivar el paso porque si se agotaba iría luego más lento.  La respiración violenta y rápida le secaba la garganta. Pero, si iba demasiado despacio, el frío y la iban envolviendo como un ejército de acosadores pretendientes. Sacaba sus manos, guantes gruesos y a la moda, y frotaba tela con tela del abrigo y se llevaba la suave  calidez, como llegada de una hoguera de vainilla, a su cara. El frío iba mordiendo, la iba desnudando. Ella afirmaba el paso. La humedad recorría sus huesos como un orgasmo de hielo. No iba a poder llegar. Moriría de frío, de humedad, de sexo y de dolor esa estúpida mañana en la ribera del río. Y así cada día.