viernes, 3 de octubre de 2014

Lo pilló de improviso, pues pensaba que el esguince estaba ya sanado. Varias veces había vuelto a hacer ese mismo trayecto, tan cotidiano, por lo demás (semanas). Cierto que cruzaba media ciudad, zigzagueando las indisciplinadas callejuelas; pero era su desplazamiento habitual. Su desplazamiento habitual. Su desplazamiento habitual. No se había percatado de cuánto llevaba cargando su tobillo ese día en concreto, y ni siquiera en el momento (lejano) del percance le había dolido tanto. Tanto. Y crecía con cada paso. Pero aún le quedaba ciudad por recorrer, barrio por recorrer y no le quedaba otra (descártese trasporte público por el garabateo del casco antiguo, al menos en el sentido a casa, antiguo). Se detenía, se armaba de dolor; y la pura tensión ultrafísica crecía simple con el tiempo, no ya con los pasos, hasta que y cada vez más insoportable volvía otra vez.
Podría pedir ayuda, pero qué transeúnte estaría dispuesto a alterar su itinerario, a cargar con él. ¿Por qué no se quejaba: ayúdeme, conózcame lo suficiente para un tobillo hasta mi casa?  Era esa la tortura de una confianza atrofiada. Ni lo intentó. Ni se le ocurrió. Con cada paso arrastraba la acumulación de pasos, las calles enganchadas, pasos-ganchos, calles-ganchos, las conversaciones de pie, un grillete creciente de inhabilidad social. Era el esguince de su amor el que le empujaba a seguir dilatando. El tobillo maldito y el llegar a casa. Los ligamentos de amistades mal ejercitadas que le llevaban a resistir sin confiar, de declaraciones truncadas, y dejar que el dolor fuera tatuándose en sus futuros sueños, quiero decir, huesos, quiero decir, besos, quiero, quiero, quiero.
Y seguía hasta su casa. No se rendía en brazos de la calle. En la coyuntura posible de una atención hiperbólica, fingida. De una ocasión salvadora, de gesto humano. Nada. El dolor tenía una hoja de ruta. La de siempre, por más que dolor. No atendía a su amante, esguince, seguía y seguía. Fragante tarde de primavera dilatada de regreso.
Nadie en realidad pensaba esto porque era sólo esguince y dolor y seguir por la calle. Y a nadie más que a él (que ya era tobillo, dolor y objetivo-casa) se lo comunicaba. Y por renunciar a conocerlo se le quedó grabado, sin significar nada.