domingo, 12 de abril de 2015

De sapone. e (meollo)

    Muchas veces pensé que habíamos llegado al colmo de aquella locura. Cuando más cerca estuve de creer que aquella ilusión de límite era real fue en los días en que apenas podíamos estar juntos. ¿Acaso pensé que ella me echaría de menos, que nuestro cariño emergería como punto de inflexión? El límite de mi ingenuidad sí que estaba lejos.
    No recuerdo el orden y me vienen imágenes diversas.
    Habíamos hecho un horario de turnos para poder atravesar el pasillo. Atravesábamos un arabesco sortear de montones y pilas de jabón. Yo caminaba con reparo de manchar el jabón o que el jabón se impregnara en mi ropa. Lo sé, un pensamiento ridículo, cuando los armarios rebosaban virutas de jabón. Era tal vez cosa de instinto, de ese ser civilizado que un día fui.
    Por supuesto, habíamos renunciado a cocinar. Llegaba a casa siempre con bolsas de comida para dos. Si estaba de humor, traía platos de restaurantes algo mejores; pero la mayoría de las veces era lo típico. En ocasiones, me encontraba platos que ella había comprado para mí. Empezaron a acumularse las raciones sobrantes, porque era difícil saber cuándo compraba cada quien. Así empecé a comer solo.
    Porque la mesa estaba dispuesta bajo torreones de jabón y no podíamos vernos y, con el poder insonorizador de aquellos paneles, ni oírnos. Hasta para los movimientos más básicos había que tener cuidado. Muchos vasos desaparecían apenas soltarlos en la mesa y un inconsciente gesto para apartar una columnita de jabón hacía que no pudiera volver a encontrarlo. Eso era un desastre, porque viajar hasta la cocina era tan tedioso y deprimente que uno perdía el apetito.