sábado, 18 de octubre de 2014

Estaba convencido de haberlo visto escabullirse en algún punto entre Capuchinos y la Cuesta del Bailío. Perdió la pista, como si se lo hubiera tragado la tierra. Quién sabe si las paredes más antiguas de la ciudad. Quién sabe si las paredes más antiguas del mundo, se lo habían tragado. Tal vez las buganvillas que colgaban desde decenios escondían algún resorte. Los cristos, las vírgenes, los escalones, las fuentes, los faroles, algún resorte. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Los cantos rodados del suelo se lo habían tragado.  Esas paredes que han parado el tiempo.
De día repasaba los escalones, uno por uno, arriba, uno por uno, abajo. De noche espiaba las salamanquesas, como si sus paseos verticales, su danza con la luz y los insectos, su paciencia de esfinge en un desierto de cal, dibujaran en realidad algún código secreto. Sí: él las ha adiestrado, me espían (pensaba); durante generaciones ha ido sembrando buganvillas y adiestrando salamanquesas. El soniquete preciso del chorrito del agua quiere decir algo. En algún punto entre Capuchinos y la Cuesta del Bailío se abre una puerta y lo escondida que está es precisamente lo débil de su punto.