domingo, 30 de noviembre de 2014

Entonces llega el joven Teseo. Esto es: el significante extranjero se vuelve deseable. De inmediato, la casa familiar destapa su insuficiencia, cobra un tufillo incestuoso al que habrá de llamar Minotauro. Pero ese tufillo es ella misma, educada en los brazos de su padre y en la sexualidad de su madre. Por supuesto, Ariadna lo que desea de entrada es que Teseo, el pensamiento extraño, la ame, tal como es, con cabeza de vaca y todo. Pero Teseo, como puñetero ateniense, tiende a la dialéctica –aquí los del bando de Sócrates refunfuñan, pero el propio Sócrates ha comprendido la cariñosa ironía de Averroes y zanja el asunto con un gentil bufido o una sonrisa– y discute las incongruencias de la ideología minoica.
Sócrates, incomodado por ese comentario de Averroes, decide llevar el discurso a otros derroteros. Alega que no es tan conveniente interpretar el encuentro entre estos dos jóvenes como un combate de ideologías. Como si cada cual supiera. Porque además, puede que Ariadna fuera una mujer sabia, hija de su padre (le da a Teseo la sorprendente idea del ovillo, en la que el héroe jamás habría caído de por sí; "¡hombre!, aquí Ariadna es tratada como una musa para Teseo" –Avi, no te desvíes, le reprocha Sócrates); pero Teseo es un bruto, un soldadete, un mandado.
–Claro, claro: aquí está ese típico disfraz de ingenuidad, de torpeza, de ignorancia... cuando bien sabemos cómo sois todos los atenieses.
–Olvida ya ese empeño en picotearme –ataja Sócrates.
Ariadna decide que Teseo despierte a su amor. Teseo, hombre que es, no se espera la pasión de Ariadna; para comprenderla y soportarla la confunde con la velleza, con la jubentud, con el blaser de los plesos y abrañazos. Pero la paciencia de Ariadna va tejiendo y sembrando itinerarios para que Teseo la reconozca como Minotauro.
Cuando hablaban del Minotauro tenían que hacerlo en voz muy baja, casi un susurro, para no excitar los oídos maliciosos de los fieles que venían a rezar. Ni siquiera les bastaba con eso (cada vez que pasaban junto a la sala de oración, la de hermosos arcos e incontables), así que cuando nombraban al Minotauro lo llamaban Ariadna, unas veces, otras veces Teseo. Y como la conversación se prolongó tanto, muchos no llegaron a enterarse nunca de este código, lo que dio lugar a enconadas controversias mucho después.




sábado, 29 de noviembre de 2014

La base fundamental –decía uno de los dos– es que Ariadna vive en una isla. Por supuesto, se trata de la isla del momento. El Nueva  York de la época.
Está claro que, en el manuscrito, el nombre de la ciudad con que compara sería otro. Sin embargo la caligrafía es ambigua. Hay cierto consenso en llamarla Córdoba, que en el alifato cúfico guarda semejanza con Monte Sion, pero que en el hebreo peninsular es casi equivalente a Cnossos. Este juego de palabras posiblemente esconda algún código matemático clave; si bien el problema no está resuelto.
Ariadna pasea por la isla. Es una isla grande y Ariadna está contenta. No puede saber que está cansada de visitar siempre los mismos paisajes. Aún no ha caído en la cuenta de que sus paseos la llevan siempre a los mismos sitios, en una combinatoria limitada de secuencias. La repetición no es un problema. El único referente que pudiera incordiar ese conformismo es la visión extraña de los inmigrantes que vienen desde el continente.
Sócrates aprovecha para lanzar una crítica feroz al mito de Europa. Considera que ha venido siendo una sutil y exitosa campaña de propaganda para suavizar el imperialismo minoico. Hace parecer que su inocencia cretense fue raptada por el mentido robador. Es al revés: con su estética (léase moda en la exportación de productos comerciales) acaba imponiendo su cultura y valores de vida: transforma al primitivo señor europeo en el toro de Minos. Hasta tal punto cala la idea, que las principales casas míticas griegas las hace descender  de la arcaica relación entre Zeus, ese toro, e Ío, la vaca.
Averroes, para no enredarse más en el puntilloso chovinismo socrático, le da la razón. Para que no se note demasiado, compensa su reproche pseudoaquiescente con otra vuelta de tuerca. Lo bien que la propaganda del imperialismo ateniense supo barrer para casa. Se venden como víctimas de los abusos cretenses; cuando, sin duda esto es lo más probable, se trataba de una fuga de cerebros. Los mejores jóvenes abandonaban su país para ir a formarse a Cnossos, en la corte de Minos, el más sabio de los reyes de la antigüedad. El desprestigio en este sentido culmina en lo calumnioso con la historia de Dédalo, incapaces de superar los atenienses que la mejor de sus mentes se vaya a trabajar para la competencia. Y así luego Teseo, el gran espía industrial.
Por tanto, Ariadna, una niña feliz que disfruta de la prosperidad de su isla y de la sabiduría de su padre. Todo le cuadra. Pero poco a poco va comprendiendo ese extraño reguero de pensamiento foráneo que llega a sus pies. El saber de su padre deja de ser completo. Los paseos de la isla dejan de ser suficientes.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Según dicen, Borges, el ciego, dio una vez una peculiar conferencia. Tras el discurso de rigor, se abrió el tradicional turno de preguntas y debate. Entonces, Borges se enredó en contar una anécdota y se metió tanto en su elocución que la historieta se prolongó durante tres días enteros. Fue todo un acontecimiento, por más que diera al traste con el programa de las jornadas culturales, por más que echara por tierra la vanidad y la foto de los políticos de turno. Durante setenta horas el salón fue una marea de gente que entraba o salía para seguir, acceder o rendirse a la curiosa, hipnótica y desmedida anécdota borgiana.
Decía que se había encontrado en el archivo municipal –y esto podía comprobarse– un manuscrito original de Maimónides. Se trataba de un texto personal, un juego, un apunte críptico; difícil saberlo. El texto tenía toda la pinta de ser un texto de juventud; pero había quien consideraba que en realidad, era un juego del viejo Maimónides imitando su estilo de juventud (tanto en retórica como en caligrafía), para que soportara mejor posibles censuras si acaso lo descubrían. Algunos consideraban que Poe había tenido acceso a este manuscrito y que desde él desarrolló la criptografía lógica con la que escribía sus relatos aparentemente fantásticos. Hay, incluso, quien ha utilizado este texto como prueba para demostrar que Poe nunca existió, y que se trataba de Luciano de Samosata repartiendo sus disfraces entre la historia de la literatura para pasar desapercibido. Otros consideraban que todas estas disquisiciones las había promovido el mismo Maimónides para despistar, y al mismo tiempo dar la pista verdadera de cuál era el sentido con el que había que leer su  texto.
En el manuscrito, Maimónides describe una larga conversación mantenida por Sócrates y Averroes. Estos dos filósofos daban vueltas y vueltas por el borde interior de la gran Mezquita. Con las horas, un nutrido séquito de curiosos, alumnos, intelectuales, censores, seguían a los dos filósofos, como la cola de un cometa, en su periplo continuo, en el sentido inverso al movimiento de la sombra del sol o las estrellas. Por supuesto, Sócrates estaba disfrazado para que nadie lo reconociera; sólo los más avanzados, por su manera de hablar, sabían que era Sócrates. Durante al menos tres días estuvieron vuelta que te vuelta sobre el complejo mito triangular de Ariadna, Teseo y el Minotauro.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Descubrieron lo más improbable. La tan buscada entrada estaba oculta en uno de los bares instalados en los molinos. Los viejos molinos del río habían estado durante años medio abandonados. El yunque del verano y las inundaciones del invierno los habían molido a ellos y apenas quedaban en pie las bases de las presas. Con la regulación de los ríos, el cauce del se domesticó al paso por la ciudad, y la vegetación instauró un vergel de pájaros y aves mucho antes de que el Ayuntamiento atinara a darle uso interesado. Reconstruyeron los molinos, instalaron pasarelas y terrazas y consiguieron crear un entorno entre urbano y bucólico único. Aprovecharon los nuevos molinos como salas de exposición, conferencias, recitales y fiestas; cuando no, simplemente eran hermosos bares para turistas. Sin embargo, la arquitectura de los molinos requería una protección extra, debido a que algunos inviernos, las inundaciones volvían como si el ser humano no hubiera hecho nada. En aquellos inviernos era importante mantener cerrados, bien cerrados, casi herméticamente, puertas y ventanas, y hasta los tejados que el agua llegaba a cubrir. Con todo, la mayoría de los años, tales precauciones parecían innecesarias y caían en el olvido, excepto para aquel interesado en esconder sus intereses con especial protección.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Convocó a todos los arquitectos: los que participaron en proyecto original de la segunda ciudad, viejas glorias de bibliografías y facultades; los diseñadores de la tercera ciudad, el secreto a voces, aún clandestina; otros, mundanos, jóvenes, estudiantes, artistas de todo tipo, con o sin renombre. Fue un acontecimiento emocionante. De hecho, muchos de los arquitectos extranjeros no llegaron a salir de la ciudad, debido al profundo enamoramiento que gestaron esa noche (cierto que se prolongó hasta el segundo amanecer). Y es que, al salir, los arquitectos fueron encontrando una carta de amor en sus bolsillos. Ninguna carta iba destinada a su portador, pero habían sido cuidadosamente seleccionadas para que conmovieran con escrupulosa precisión (y un toque de celos) el corazón concreto. Esa fue su tarjeta de presentación. A partir de esa noche todos supieron de su existencia; pero nadie volvió a verle, ni encontraron nunca más a nadie en aquella desmedida mansión que tan sabrosas horas había desplegado.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Al llegar la noche, uno se volvía a sentir fruto de invención. Sentado, en la Plaza de San Andrés. Rodeado de otrora palacios. Bajo las palmeras y el calor que situaban el lugar en alguna vieja película y no allí. Viendo pasar a gente más propia de décadas atrás que de esta. Con la incredulidad de reconocer en el movimiento de los pájaros (gorriones en el suelo, vencejos en el aire) los mismos trapicheos de aquellos siglos en que los palacios eran palacios, poblados por gente noble, generadora de leyendas y de fantasmas. Pero no fruto de la invención de la cultura, sino de la invención de los asuntos de ese día, del cansancio, del calor en el aire aunque cayera la noche. Uno era el resultado. Y la operación matemática generadora dónde se había aprendido. Inventarse la hora de abandonar el banco, beber de la fuente, besar a la mujer y ser otro.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Al llegar a la mesa, pedí disculpas al camarero por haber pasado por una zona no habilitada para mi raza.
–No es que me burle ni falte al respeto –alegué con mi sonrisa típica–; sino que tú ya sabes que no sé quién soy.
–Pero tú sí sabes quién eres...
El camarero respondía a mi chanza con su propia sonrisa pícara. Todo esbelto él y delgado, entallado por su delantal blanco, resaltaba su viejo rostro negro y ovalado, perfilado por una corta y espesa barba gris. Sonreía ampliamente, pero en su frente estaban marcadas las arrugas de una seriedad frecuente y de frecuentes enfados.
–Te apuesto lo que quieras a que no sé quién soy –le reté.
–Pues precisamente ahí hay una relojería, y el otro día vi un reloj que me gustó mucho.
–¿Cuánto vale?
–Voy a ver.
El camarero se alejó. Mientras trajeron la otra mitad de la mesa. Ambas mitades tenían forma de L y se solapaban entre sí, de manera que se apoyaban una en la otra. Mi madre, en la esquina opuesta a la mía, insistía enfadosa en que había que darle la vuelta a la nueva mitad, que por ese lado no podría sostenerse. Mi madre no comprendía que si la primera mitad no se sostenía era porque  yo, por mi apasionada conversación con el camarero, había hecho temblar tanto la mesa que se había roto una de las patas. No parecía comprender tampoco que la nueva mitad encajaba tanto  por una cara como por la otra, y que al encajarlas, la mesa acabaría sostenida.
En esto volvió el camarero y me informó sobre el reloj que quería. Quiso saber cuál sería su prenda si perdía la apuesta, pero yo rehusé ningún pago.
–¿Qué mayor satisfacción que averiguar quién soy?
Así pues, el camarero lanzó su primer envite:
–Tú eres quien está hablando conmigo.
–Ah, no. El lenguaje está hablando con el lenguaje. Quién está al otro lado del lenguaje no podemos saberlo. Y yo pudiera ser solamente un trozo de la ficción del mismo lenguaje que habla.
Todos rieron, no por mis palabras, sino por la reacción histriónica del camarero.
–No te eches atrás –le animaron entre todos–, que tengamos una naturaleza ficcional no impide que puedas averiguar quién es.
–¡Oye, oye, qué es esto! La apuesta es entre él y yo, no os entrometáis.
–Nada, nada. La apuesta se trata de demostrar que sí sabes quién eres. En ningún momento se ha dicho nada de ayudas. Además, tú no has solicitado prenda por su parte.
–Tú eres –volvió a la carga el camarero– quien no sabe quién es.
–Muy bueno. Veo que recuerdas nuestras viejas conversaciones, cuando vivíamos juntos.
Me quedé unos segundos, más de unos segundos, pensando mi respuesta. No podía negarlo, sin más; pues entonces tendría que asumir que sí sabía.
–Pero verás –acabé respondiendo–, es que no entiendo muy bien qué es el Ser. Y al no saber qué es el Ser, ni comprendo qué no soy ni comprendo qué soy en el caso de ser ese no-saber.
–Bah, bah... Da igual lo que sea el ser. El ser no es nada. El ser es un invento para poder colocarnos en la conversación. Tú, quien sabe que no sabe.
–¿Y el saber qué? ¿También un invento? Si seguimos por ahí ya estás vencido.
–No, no, claro. El saber sí tiene contenido, significado, función, y sabemos de qué se trata. Y tú eres ese saber o no-saber.
–¿En qué quedamos sé o no sé?
–Eres un no-saber, y sabes que lo eres.
–Pero sé que no soy eso. Porque ese saber es tuyo, desde el momento en el que lo pones sobre la mesa. Y así no puedo saber si soy tu saber, o soy algo distinto y te equivocas. El que cogiera tu saber ahora no sería el mismo que antes desconocía quién era; y, una vez más, no puedo saber si soy este de ahora sin ser el de antes.
–Eres este de ahora, el que sabe.
–Pero estábamos hablando de aquel de antes.
–No, estamos hablando ahora. Sin más.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Por eso lo admirábamos y respetábamos. En el momento menos pensado disparaba su tiza con la rabia de un gigantón travieso. Siempre atinaba justo en la esquina de la mesa del alumno en cuestión (él no abandonaba jamás su hábitat, su trono, su pizarra). Sorprendido, pronto digería el alumno la señal de aviso, porque aquella precisión, por más que real y repetida y confirmada, parecía inverosímil. Haber escapado de la trayectoria de la tiza era en ese instante un suspiro de milagro. Era un momento de terror, de alegría, y yo lo vivo ahora en cada caso como el más contundente gesto de amor.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Había aprendido el lenguaje de los pájaros. Fue una desilusión importante, después de tantos años de tedioso estudio. Comprobó que detrás de los complejos enunciados, trinos, retrinos, gorjeos, había contenidos muy simples y poco dispuestos a desarrollar. Pero a partir de ahí, le fue más fácil iniciarse en el idioma de los insectos, de las plantas y los árboles, y lo más importante: dominó a la perfección la lenta comunicación de las piedras, de las arenas.
Quedó en exclusiva posesión de la historia de toda la región, contada directamente por los suelos. Sabía de las quejas de unos edificios con otros y de las afecciones climáticas. Antes que nadie sabía cuándo iba a producirse algún destrozo, dónde el firme era débil, cómo aguantaría una construcción. Esto le acarreó una reputación considerable, florida en favores, envenenada de envidias. Y, como de estas opiniones sabía por las macetas, conseguía estar siempre en el momento adecuado, en el lugar donde se le deseaba, evitaba los (cada vez menos numerosos) locales hostiles, o sorprendía a los vecinos apareciendo allí donde resultaba más útil.
Al parecer, sabía mejor que nadie cómo iba a envejecer. Por el agua sabía de sus propias aguas. Aunque el lenguaje de las rocas es muy lento, deducía qué opinión tendrían de sus gestos y sus hábitos y cómo sería expresada en el futuro, si otro como él supiera entenderlo. Preparó de tal manera su salud que apenas fue víctima del más mínimo exceso: ni siquiera su sobriedad fue tan extrema que inquietara al fango ni a la hiedra. Por eso todos se sorprendieron cuando se escondió en la depresión más compleja y profunda que se pudiera imaginar.
Contaba que había comprendido ciertos saberes secretos, que sólo analizando a un nivel muy fino el discurso lapidario podían descubrirse. Esos saberes eran muy difíciles de comunicar, porque el ritmo de aquellas ideas defería en eones de la pronunciación verbal, de la grafía escrita, y sólo el pensamiento directo podía recogerlo. Ardía en él la impotencia de no poder contarlo. Irremediablemente moriría con él ese saber, que consideraba imprescindible ¡y urgente! para toda la humanidad. A veces pensaba que el día que llegara a comprenderse de modo útil, ya sería tarde. 
Aquel saber minaba su paciencia para las conversaciones normales, para los empeños cotidianos, en los que y en las que tanto había brillado. Los más jóvenes que lo recuerdan, dicen que pasó sus últimos años (unos dicen que varias décadas) intentando construir un modo de expresión, un nuevo lenguaje, un sistema de ideas en el que volcar sus fundamentales descubrimientos: la traducción del secreto del mundo.

martes, 18 de noviembre de 2014

En las noches de San Juan, las mujeres se bañaban desnudas en las fuentes de la ciudad. Los hombres iban por las calles en procesión, cantando a coro canciones de fiesta, pícaras, falsamente inocentes. Cuando se encontraban en las plazas, las mujeres hacían de la fuente su castillo, y se defendían de los hombres lanzándoles trapos y prendas mojadas. A veces, los maridos capturaban a sus mujeres y llenos de gozo se marchaban a su casa y juntos pasarían el resto de la breve noche. A veces los amantes les arrebataban las mujeres a sus maridos. Otras veces las mujeres eran quienes conseguían capturar a mozos jóvenes y los raptaban: jugaban con los más inocentes; con los más hermosos, se divertían.
No todo el mundo participaba en aquellas fiestas. Los que se quedaban en la casa no presumían de rencor ni de soledad. Comprenían a los enfermos, y a los ladrones, a los tristes y a los urgentes. Los niños miraban las escenas desde las terrazas con sus madres (algunas casi desnudas en prendas de verano). Las niñas iban y venían de la puerta a la fuente, de la fuente a la ventana, las más tímidas; cogidas a las piernas de las mujeres grandes, las más valientes. Y lo más divertido era ver a las viejas jugar como las jóvenes, junto a ellas: las muchacas las reían por ridículas, los mayores las reían por nostalgia. Y entre todos reían los enfados, y los asombros, la ingenuidad de los hombres, la picardía de las mujeres, la elegancia frustrada, la brutalidad impotente, el fracaso de la posesión y el triunfo de las canciones.
Y poco más, porque a todos les resultaba más satisfactorio el juego, la pelea, el agua de las fuentes, los cánticos, el callejeo. Los arrebatos decididamente sexuales volvían a redundar en las pasiones cotidianas, los desdenes de siempre, los hábitos corporales ya conocidos, la consumación gozosa de una brillante jornada. Esa noche no parecían tan urgentes y, en cambio, durante horas, representaban  la ficción de una urgencia campal, de fuente en fuente.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Muy a su pesar, se dio cuenta de que no podía seguir actuando solo. Toda aquella semana estuvo frecuentando tascas de terribles parroquianos. Buscaba información y perfiles. Indagaba historiales. Pero una tarde, tres hombres lo raptaron, le taparon la cara, lo metieron en un coche. Atado de manos a la espalda, lo llevaron a un viejo caserón (obviamente en el centro antiguo de la ciudad). Allí lo esperaba el doctor, al que aún no conocía.

domingo, 16 de noviembre de 2014

De repente, la figura del gnomo ya no estaba. El detective escudriñó todo lo posible, para asegurarse de que no era un efecto de las sombras y las penumbras. De alguna forma había conseguido salir. No había dado cuenta, no había hecho ningún ruido; pero es que el maimonio tampoco había percibido nada. ¿Se le escapaba alguna otra salida? No. 
Impaciente, en cuanto vio el comedor vacío el detective empujó el mueble. La enorme alacena se deslizó con sorprendente facilidad, con un susurro cómplice y discreto. El detective temió hacer más ruido con su propio cuerpo que con el mueble: le crujían los tendones de la humedad y incómoda espera.
 En esto, volvió a aparecer el escritor, periódico en mano. Miraba sorprendido al detective sin poder articular palabra. David estaba más fresco y antes de las preguntas se abalanzó sobre un detective ya derrotado por toda una noche por las oscuras y asquerosas y húmedas y frías e interminables cloacas. El escritor lo tiró al suelo y lo inmovilizó con su propio peso, con sus manos, sus rodillas y su periódico. Desde el suelo, el detective aún alcanzó a vislumbrar la figura del gnomo salir de la alacena y escabullirse. Como lo viera el escritor, se levantó casi de un salto y fue tras él, más para verlo bien que para alcanzarlo, que era imposible.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Bueno, no creo que ninguna mujer fantasee así –concluyó Sara–, esa es sin duda la fantasía de Estúpido, pero puesta del lado de la mujer. Exacto –respondió David–, lo has comprendido inmediatamente... –pero Sara se levantó, dejó el texto en la mesa y se puso a recoger los restos del desayuno–. Me hubiera gustado exponer una fantasía realmente femenina, pero no me las cuentas...
Sara salió de la habitación, indiferente. Más real –voceó desde la cocina–, la situación es muy forzada, inventada... David pensó que desde fuera seguiría pareciendo inverosímil, aunque ella lo fantaseara bien real. Cogió la cuartilla de su texto y la releyó minuciosamente. Sara volvió a por el vaso de David.
Desde detrás de la alacena, el joven detective observaba la estampa. No pudo entender el complejo de gestos, rápidos, sutiles, que Sara le dedicó a su pareja mientras le retiraba el vaso: ella lo miraba decidida y fugaz, su mirada era un látigo que ondulaba en torno a David en el disponer de sus brazos; David estaba enfrascado en su ejercicio literario, intentando captar en el texto la mirada que se perdía por no atender la expresión corporal de Sara.
El joven detective, cansado y con su preocupación puesta en otra cosa, no atinó a comprender la macedonia de significados de aquellos significantes: los obvió en un ademán de reproche hacia la pereza del hombre. Tal vez el gnomo, con su mirada inescrutable, sí comprendía el empeño del escritor, la actividad de la mujer, la ignorancia del detective.

viernes, 14 de noviembre de 2014

El estrecho pasadizo terminaba por unos empinados escalones detrás de una alacena. Por alguna celosía del mueble podía verse la habitación desde dentro aún del escondite. Un matrimonio estaba desayunando, ajeno al nuevo inquilino que los observaba; pero ella no comía, sino que leía unos papeles y él, saboreaba su taza -café, llegaba su olor hasta la nariz del espía- con ojos expectantes sobre la lectura de ella. 
Cuando se adaptó al nuevo juego de clarooscuros de aquel incómodo lugar, descubrió que un pequeño gnomo compartía su cubil. Estaba esperando, como él, y ya lo había descubierto. Lo vigilaba tanto como vigilaba a la pareja desayunando. Con todo, no hizo el más mínimo gesto: sus miradas se cruzaron en la sombra pero en nada cambió la actitud del gnomo, paciente, incisiva.

jueves, 13 de noviembre de 2014

¿A quién vas a creer? Al caer de golpe todo el peso del frío, el agua de ducha fuerte el cuerpo entero estremeció, hombros prietos hacia atrás, hacia delante. El agua seguía precipitaba desde su cabeza cabellos abajo, cuello abajo, por pómulos y labios, pecho abajo, manos abajo, barriendo sequedades impunemente. Y luego el fluir, corriente de agua fresca por todo el cuerpo. Si estuviera bajo una poderosa cascada tropical, la sensación sería la misma. Si fuera niña de nuevo jugando con las mangueras del patio, sería la misma. Si estuviera zambulléndose en medio del océano, desnuda y feliz, sería la misma.
Le dio al agua caliente y todo se volvió un abrazo, de golpe. El agua quería entrar en ella, casi vapor, o nube, por cada poro de piel, por cada poro de sentimiento. Como no, invadía la habitación entera y se entregaba a las paredes. El vapor era un hombre que la rodeaba milímetro a milímetro. La piel del cuello y de la espalda mordieron el sueño, pero no. Llamó entonces fuerte y claro, atravesando la mampara su voz –¿puedes traerme una toalla?– y el baño y el pasillo para que viniera y la viera, perfecta y mojada. Entre tanto vertió el gel en la esponja, y empezó a frotarse bien sugestiva para cuando él llegara.
Pero el estúpido entró, dejó la toalla y volvió a irse. La decepción fue aún mayor cuando sabía que la había mirado y había visto su disposición tópica, cinematográfica, de postal erótica, dispuesta y sonriente.
Con todo, al instante le vino imaginar que en su lugar entraba su amante y entraba decidido con ella y compartía el vapor con ella y se mojaba haciendo gestos de impresión, el precio de su deseo, y cerraba la mampara tras él, no del todo. Ellos dos encerrados en aquella cabina a gel y espuma. Ellos dos encerrados bajo el vapor, sobre el agua, entre las manos y las manos. Los cuerpos se deslizaban fácilmente entre sí, chocaban una y otra vez al más mínimo movimiento, la pátina de agua y gel. Buscaba su sitio el pene erecto apretando sus caderas blandas. Pero sus pechos eran más amables. Pero sus caderas eran más amables. Aquí las manos y allá ahora fuertes, pierna y espalda, ahora suaves subían espalda, espalda y nuca, y nuca y pechos (esa demora del cuello que ahonda la clavícula, casi al hombro), no podían apretar y se deslizaban. Las manos y los cuerpos. El agua sobre ellos incesante y el vapor. Él la besaba, ella le chorreaba con la esponja desde la cabeza o en el hombro o en la espalda o en torso amplio. Él la miraba y ella apretaba su polla firme, nada escurridiza, y lo abrazaba y tentaba su dureza y volvía a abrazar.
Estúpido mientras tanto estaba –imaginaba ella– justo al otro lado de la pared enfrascado en su lo que sea que lo tenía entretenido, como estúpido que era. Si se distraía, podría escuchar el rumor sordo de Amante y ella jugando tras la pared, chocando con la mampara. Escucharía las palmadas, los chasquidos, los jadeos y las risas, si no fuera un estúpido. Estúpido vuelve al baño a lavarse las manos; pero todo el vapor condensado en el espejo y la mampara traslúcida no le deja ver: tendría que fijarse muy bien (porque ella ha posicionado a Amante de manera que Estúpido pudiera ver los arrebatos de la penetración, o el torso de los dos cuerpos deslizarse agua por la mampara) para verlos. Y si los viera, se enfadaría y ella se correría de odio. Ahora mismo. Y si los viera, él se uniría al juego y ella los dejaría porque los ama.
Estúpido está a punto de darse cuenta. Ha terminado de lavarse las manos y quiere secarse con la toalla que él mismo ha traído. Golpea la mampara sin querer. Apenas unos centímetros lo separan de los dos cuerpos al borde del éxtasis. Amante le ha dado sin querer a la manivela y el agua cae de golpe fría como sus demonios. Ella y el frío se unen en un orgasmo insoportable. Podría caer de tanto placer y destrozarse sus piernas témpanos que le arden, pero él la sostendría y tendría que flotar como el vapor en el placer del agua. Podría volcarse y derrumbar la mampara con todos los cuerpos derramados y el agua de la manguera ingobernable disparada por todas partes, por todas partes. Busca con sus dedos la manivela, que es otro pene caliente y frío pero que se resiste por su propio placer, por sus propios espasmos de congelación y fuego.
Cierra el agua, abre la mampara y coge la toalla casi a tientas.


     

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Es esta la puerta. Una puerta que no parece una puerta. Está un poco antes de la pared, por eso nadie la sospecha. Si se abre uno queda emparedado entre los muros. La puerta del ladrón. Para abrirla hay que destrozarla. No queda más remedio: astillar las astillas más pequeñas. Estoy enloqueciendo. Pronto saldré salpicado por el surtidor de alguna fuente, en esta o en aquella otra plaza. Seré la locura brotando gratuita hasta las bocas entusiastas de los turistas. Si no salgo pronto de esta oscuridad mi locura será real y miles de tesinas rubricadas la darán por constatable. Y cuando vuelva a las cloacas (porque habré de volver, no queda otra) partiré de aquí, no empezará de nuevo, sino que retomaré este mismo punto en el que la puerta es la astillas de las astillas posibles de una puerta posible en la hipótesis de una imaginación.  Por más que arriba en las calles vuelva a ser sensato.


   

martes, 11 de noviembre de 2014

Había en total veintisiete colegios repartidos por la ciudad. Antes de amanecer, convertía la ciudad en un hormiguero de mochileros cabizbajos y somnolientos. Había que esquivar sus rutas o uno acababa enredado en su clima de ingenuidad y esperanza. Para llegar fresco y original al trabajo había seguir una ruta zigzagueante que requebraba rodeos por las tortuosas callejuelas de la ciudad antigua. Antes del almuerzo, veintisiete explosiones lanzaban a los infantes cargados de violencia y hambre como hormonas calles abajo. Uno tenía que esquivar sus rutas o moriría de odio y juventud. Para mantenerse fresco y original no quedaba (a esas horas) más remedio que bajar a las catacumbas y cruzar por debajo la ciudad; todos conocemos ya el riesgo que eso conlleva. Y de tarde, aparecer en el cuarto de algún estudiante que duerme la siesta, o repasa los libros y termina las tareas deprisa porque tiene que ir la clase de violín, o escucha música y piensa en su próxima masturbación, o escucha música y piensa en que alguien tropezó con ella y la miró y olía a tinta. Una vez allí es imprescindible escapar sin ser visto, como sea, asumiendo de una vez por todas la inevitable derrota.
Ella empieza una conversación, porque sabe que, si no, él se dormirá. Sigue excitada y pronto tendrá que marcharse y no volverán a verse. Si se duerme ahora todo acabará. Él detesta en ese momento cualquier comentario: las palabras le vienen como de lejana inmigración apenas reseñada en los periódicos. Pero la quiere tanto que se deja mentir, para que las palabras de aquella mujer desconocida le traigan la voz de su amante, a la que pronto perderá. El cuerpo apenas puede moverse más. El trabajo lo ha vuelto viejo después de los años y el amor lo ha vuelto joven después del amor y es posible que en breves instantes caiga muerto de pura imaginación. Le entra hambre de ella porque pronto se marchará y su boca no puede consentirlo.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Aquel loco había fabricado una locura inmune a tratamientos, pertinaz, rápida y contagiosa. Pensaba dejar la locura al sol en alguna plaza. Así que fueron de plaza en plaza, por las tardes y por las noches (de día había que trabajar). Disimulaban todo lo posible, se sentaban en las terrazas y bebían cerveza si era necesario. Esperaban por si veían surgir la locura. A veces se bañaban en las fuentes, bebían como hombres antiguos. A veces se sentaban en los bancos hablando de esto y aquello para detectar el eco de la locura. Lanzaban guiños a las mujeres y las besaban si era necesario.
Mientras pasaba su mejilla lija de barba postrera por la tibieza de sus senos sabía que le dolería no poder olvidarla. La apretaba contra sí; pero aquello no era tenerla lo suficiente. Recogía en su cuerpo el ritmo que le pedía y se lo devolvía con violencia y desesperación; entonces ella se alejaba en su placer y él quería recuperarla apretándole los brazos y golpeando aún más sexo con sexo, pero sabía que le dolería tanto cuando finalmente se marchara y quedara aún la presión de su cuerpo en su piel, en su barba. Se la comería. Quería atrapar la con su mirada; intento saboteado por la miopía decente. Qué cuerpo de mujer desplegado ante él, que se la llevaba. Aquello no era tenerla lo suficiente. Quería educar los cuerpos desnudos, castigarlos a placer y abrazos, para que no se marcharan, para que dejaran colarse la distancia. Los cuerpos desobedientes. Su hermoso cuerpo de mujer desobediente.




domingo, 9 de noviembre de 2014

Por un momento no hubo más que su aliento, no del todo agradable, cerca de su nuca. Al ritmo que embestía, resoplaba, sincopado, como un cuarteo de viento. Y como era impaciente, su cadera iban de tango, ora de klezmer, se cansaba y era jazz, y luego volvía a ritmo de galeras. El hombre bestia de los bosques griegos sudaba y jadeaba sobre ella su fuerza, no del todo placer, pero ahogada en una mordida de sentimiento que no podía, sino el latir de sus venas en el cuello que hubiera mordido, le hubiera arrancado de cuajo la vida, si el propio placer le dejara fuerza alguna que no fuera para sentirse.
Los niños escapaban de sus casas para jugar con los lobos. Por eso los lobos se quedaron. Les daban de comer. La mortalidad creció enormemente; pero los niños estaban entusiasmados. Bajaban a sus escondrijos mientras los adultos dormían. Los lobos crecieron y se multiplicaron. Los adultos aterrados pensaron que hacía tiempo que se fueron, que aquellos días estaban extintos. Los niños morían: estaban entusiasmados. Los lobos crecieron y se multiplicaron. Se le oía aullar en el momento más inoportuno. Mientras los adultos dormían indignados y los niños morían.









sábado, 8 de noviembre de 2014

No. Porque tocó la blanda carne de su cintura no, de su costillar, abajo del pecho aún, con sus manos frías y ella se revolvió sin poder evitarlo. Sin embargo, no iba a desistir y se acercó con su cuerpo caliente y áspero y sus manos frías, sus brazos fuertes. Ella se acercó con su boca, se alejó con su cuerpo, se acercó con su rodilla, se alejó con la cadera y dejó caer sus cabellos en el torso decidido de su amante. Labios húmedos y manos frías.
Tenía que cruzar cada mañana la ciudad por la ribera del río. No podía avivar el paso porque si se agotaba iría luego más lento.  La respiración violenta y rápida le secaba la garganta. Pero, si iba demasiado despacio, el frío y la iban envolviendo como un ejército de acosadores pretendientes. Sacaba sus manos, guantes gruesos y a la moda, y frotaba tela con tela del abrigo y se llevaba la suave  calidez, como llegada de una hoguera de vainilla, a su cara. El frío iba mordiendo, la iba desnudando. Ella afirmaba el paso. La humedad recorría sus huesos como un orgasmo de hielo. No iba a poder llegar. Moriría de frío, de humedad, de sexo y de dolor esa estúpida mañana en la ribera del río. Y así cada día.