lunes, 13 de octubre de 2014

Cruzaron el zaguán jadeantes apenas abierta la puerta. Fueron directos a la cocina, Dormido con rotunda decisión y Esteban como un discípulo obediente. 
-Llena una palangana, anda.
Dormido puso la cabeza bajo el grifo. Llegaba hasta su frondosa y apretada cabellera blanca y brillante, el agua, y se derramaba debajo gris, marrón, negra, a veces parda de arcilla. Luego, limpia la cabeza, toda ella chorreaba a gusto con su origen. Entonces Dormido bebió directamente de su cabeza chorreante el agua que se deslizaba arrebatándosela al mentón y la barbilla, desde donde, al tragar volvía a tomar refugio, el agua, antes de lanzarse abajo definitivamente. Dormido imaginó que su cabeza era una semilla brotando acelerada en el desierto y que su brotar era un oasis, un surtidor en el que su cuerpo anhelaba zambullirse.
Margarita volvió con la palangana. Dormido se quitó la camisa, toda ella terriza y dura. La estrujó con saña debajo del grifo y la camisa entre sus puños imitó la maravilla que antes disfrutara su cabeza. La soltó allí mismo, abandonada al agua. Seguía desprendiéndose barro y ceniza sin parar. Finalmente, fue a sentarse a dejar que su mujer lo atendiera.
Margarita ayudó a esteban a quitarse la camisa. El matrimonio estaba entretenido es su propia conversación urgente. No les prestaban atención. Margarita cogió la camisa de esteban y la puso bajo el chorro del grifo igual, pero la estrujó con delicadeza y la doblaba y desdoblaba mirando distraída los ojos de Esteban. Esteban la miraba fijamente, cansado, hipnotizado. 
-Te hubiera gustado. Ha sido impresionante. La casa ardía entera, todo lo grande que es, que era, no quedará nada. Las llamas eran altas como torres. 
Margarita utilizó la camisa empapada de esteban para mojarle la cabeza. El agua y el barro se desbordaron imprevistos con abundancia. Esteban dejó caer su cabeza en el grifo, sostenido por los brazos remangados y las manos frías de Margarita.
-Ardes. Pareces un tizón. 
Esteban se alzó de repente, como si le faltara el aire. Había empapado a Margarita, la había manchado de barro y de gris y de ocre. Los ojos negros de la muchacha estaban fijos en él mientras le apretaba los cabellos.
-Marga, te hubiera gustado tanto.