domingo, 14 de septiembre de 2014

Al oír aquellos ruidos, suspiros, casi gritos casi contenidos, imaginó que eran su amante y su mejor amigo, que apretaban sus cuerpos, que se buscaban rincones nuevos del cuerpo hasta encontrar un placer ignorado, que follaban, que se zambullían en una cascada de carne y sudor y saliva y labios y la cremosidad del bello, tal vez sangre. Aunque Héctor aún no tenía amigos, ciertamente, ni había tenido jamás amante alguna y ni remotamente tenía noticia del sexo salvo lo que su propio cuerpo pudiera insinuarle.
Héctor localizó la ventana desde la cual se derramaban palabras y suspiros y los comentarios jocosos de los muebles. La calle desierta alentaba el rumor de los amantes. El estruendo de una bandada de pellizcos salía de esa ventana. Héctor, ya había salvado fácilmente los setos, se dispuso a escalar la fachada de ladrillo, antigua. Su figura de escalador incipiente pegada con ansia a la pared. La ventana estaba allí, tan cerca que era la tentación misma, tan vertical como el mismo imposible.
Héctor, tratando inútilmente de escalar la ventana construía con su cuerpo el deseo de encontrar allí al amigo creado, además el cuerpo de un hombre, y el deseo de encontrar allí a su amante, además el cuerpo de la mujer. El acto mismo era la pertenencia, la pertenencia de todo ello.
La calle desierta le privaba de ningún testigo de su acto inútil.