jueves, 23 de octubre de 2014

Así que acordaron que quien debía ser el viejo gnomo quien debía intentar penetrar en el viejo palacio. Las estrechas calles que lo rodeaban sólo se vaciaban en dos momentos: la madrugada y la sobremesa; si bien, sólo de día permanecían abiertas las ventanas de los pisos más altos. El gnomo saldría esquivando rodillas y cinturas por su bulliciosa arteriola de tiendas y turistas confiando es su patente invisibilidad fuera de su cubil. Su pelo hirsuto y sin color lo ayudarían. Sus ropas pasadas de modas pasadas de moda lo ayudarían. Su piel de ladrillo y su mirada introspectiva.
Mientras todos atendías sus digestiones o sus pesadas tertulias a la mesa, el gnomo tensaba una cuerda entre tejados y se lanzaba hacia una de las muchas fachadas del palacio. En cada gesto lamentaba lo que consideraba una profunda falta de respeto a su perfil; pero ahí estaba, ahí lo habían conducido la urgente ficción de los tiempos. No había remedio y llegado a este pensamiento prosegría su escalada. 
Cuando alcanzó la primera ventana, cerrada, oyó que regresaba el rumor de la calle pisos abajo. Subía con insultante comodidad, el ruido, los olores de femeninos perfumes que van a trabajar, a mancillar con su fragancia de seducción el mundo, la ciudad, las casas ajenas. La gente se amará sin saber por qué, sin saber que fue por la mujer recién perfumada que pasó de camino a su trabajo. El gnomo podía olerlo desde su posición. Se resignó a abandonar la atención de ese mundo y fue en busca de otra ventana, aún más arriba. Por supuesto, no podía abandonar aquella estación sin echar una ojeada dentro del palacio.