jueves, 31 de enero de 2019

II. Economía nómada

 En el salón del poderoso se acumulaban los tesoros. El poderoso no salía, nunca, nunca en el espacio, de su salón lleno de tesoros. Por supuesto, no estaba lleno del todo, había sitio para él; pero él se creía parte del tesoro. Por supuesto también había sitio para la luz. Porque podemos dudar de que el tesoro fuera un tesoro, de que el poderoso fuera poderoso, de que el salón fuera un salón, grande, minúsculo, cósmico. De lo que no hay duda es de que el poderoso miraba su tesoro; por lo tanto, había luz.
El comerciante, amigo del tesorero, pariente del secretario, entraba a veces en el salón del tesoro. Los tres comentaban que el brillo era deslumbrante, cegador, omnipresente. Era difícil sobrevivir ante el brillo del tesoro. Decidieron que para mirar el tesoro, no como lo mira, con sus ojos quemados, el poderoso, sino con la seguridad del pie que pisa la tierra, tenían que ayudarse de una visera de sombra.
Como el tesoro era tan grande, grande era también de las sombras el número.
Tal diversidad de inventos inventaron.
Tal repertorio de objetos partieron y objetivizaron.
 Menudas las divisas de las partes y los inventarios y los objetos.
 Y movieron los objetos y los hicieron viajar, los compraron y vendieron para que la gente, gentiles creyendo que valoraban los objetos, no descubrieran que estaban dando valor a su sombra. Y los comerciantes, parientes del comerciante, amigos de los tesoreros, aspirantes a secretarios, expandieron el reino de las sombras. Todos, en su corteza de miras, pensaban que querían hacer grande su tesoro; cuando, en realidad, sólo buscaban hacer grande el número de sombras con que mirar el tesoro del hombre poderoso.