miércoles, 17 de septiembre de 2014

El sol no sale en el verano durante días enteros. Largas horas de tortura tras las persianas. Las horas auténticas acumulan macetas en las terrazas, de cháchara, tomando pinchos y cervezas, tapas y así hasta el momento del sudor y la soledad. 
Sólo esa especie ejemplar, modelo de conducta, envidia de la civilización moderna, los turistas, delira (en colectivo) con un sol que da sombra a su paseo, acaso ignorantes de la sólida y palpitante verdad que se oculta tras las ventanas, una sola verdad común en todas las casas: el sol no existe. Las persianas locuaces dan buena cuenta, sádicas, de lo que debe saberse.
Llegando la aurora, enjambres de ciclistas se derraman en el Vial dispuestos a libar la sierra con su esfuerzo (piernas y cháchara hasta perderse en la selva). Por ese hito cotidiano, multicolor, se mide el día. Y no por las divagaciones de los que ocultos en la sombra de su infierno escriben y escriben tecleando sangre mojigata para las pantallas de aquellos que escriben y escriben ojeando sangre mojigata días enteros, encerrados, acaso dioses.