Aquella noche también lloró hasta quedarse dormida. Y amaneció otro día, y amanecieron otros días. Leonor aprendió a sobrellevar una tristeza cada hora más grande. Andaba y andaba, siempre, movida por una esperanza que no terminaba de recordar muy bien, en la ciudad siempre cambiante. Su vestido se hizo amigo del color de la calle, se encogió, se desgastó. Pero no os contaré nada de la condición, un poco animal, a la que Leonor tuvo que adiestrarse.
Al cabo de un tiempo, ya imposible de acotar, descubrió que había muchos como ella, cada vez más, que se rehuían, que se escondían, que robaban, que se asustaban unos a otros cuando se decían “no quieras nada”. Hombres, niños y mujeres nerviosos que peleaban por objetos. Abandonados. La ciudad entera se volvió como su vestido, raída de miradas asustadas, que sólo sabían beber de las fuentes, cerrarse a los bocados y correr muy deprisa. Hasta que ni siquiera hubo objetos que recuperar, y todos los locales estaban picados por el tiempo y el miedo. Sólo a veces, cuerpos inertes por las aceras.
Y si vierais a Leonor, ya no la reconoceríais, porque era alta y delgada, con nuevos harapos siempre parecidos a los mismos, con el pelo muy largo, muy sucio, y los brazos muy hábiles y dispuestos. Pero Leonor misma poco sabía de eso. Sólo sabía de recuerdos, que sobrevivían por encima de sus actos.
Una tarde de lluvia, Leonor reconoció entre las gotas el sonido de un llanto. ¿Quién puede llorar aún a estas alturas?, pensó en sus adentros. Y se dirigió a la fuente del llanto. Era una niña, que encogida sollozaba. ¿Cómo es posible que aún queden niñas en esta ciudad? Leonor se arrancó un jirón de su propio vestido y se amordazó la boca, para que sus palabras no pudieran traicionarla. Se acercó a la niña y le hizo un gesto sobre su mordaza para que, tal vez, confiara. La niña comprendió, pero no quiso decir nada. Estaba asustada. Leonor la cogió en brazos y la niña se dejó hacer, y se la llevó a un lugar a salvo de la lluvia, mientras las dos seguían llorando.
Desde entonces, Leonor la cuidó y ambas sobrevivieron juntas sin mediar palabra. Y un buen día sucedió algo asombroso: la ciudad se acabó. Las dos niñas rieron como nunca se habían visto reír, y corrieron de la mano campo a través. Y tuvieron que aprender a vivir de nuevo, a alimentarse de la tierra y a dejarse limpiar por la incómoda naturaleza. Con todo, se convencieron de que era una vida más agradable que la abominable ciudad de soledades que abandonaron.
También fue sorprendente ir encontrando otros grupos de gente que se reunían extraviados. Para presentarse y prevenir los recelos, se amordazaban la boca, y se comunicaban con gestos, como en su momento hiciera Leonor con su pequeña, y luego volviera a hacer tantas veces.
Al cabo de un tiempo, ya imposible de acotar, descubrió que había muchos como ella, cada vez más, que se rehuían, que se escondían, que robaban, que se asustaban unos a otros cuando se decían “no quieras nada”. Hombres, niños y mujeres nerviosos que peleaban por objetos. Abandonados. La ciudad entera se volvió como su vestido, raída de miradas asustadas, que sólo sabían beber de las fuentes, cerrarse a los bocados y correr muy deprisa. Hasta que ni siquiera hubo objetos que recuperar, y todos los locales estaban picados por el tiempo y el miedo. Sólo a veces, cuerpos inertes por las aceras.
Y si vierais a Leonor, ya no la reconoceríais, porque era alta y delgada, con nuevos harapos siempre parecidos a los mismos, con el pelo muy largo, muy sucio, y los brazos muy hábiles y dispuestos. Pero Leonor misma poco sabía de eso. Sólo sabía de recuerdos, que sobrevivían por encima de sus actos.
Una tarde de lluvia, Leonor reconoció entre las gotas el sonido de un llanto. ¿Quién puede llorar aún a estas alturas?, pensó en sus adentros. Y se dirigió a la fuente del llanto. Era una niña, que encogida sollozaba. ¿Cómo es posible que aún queden niñas en esta ciudad? Leonor se arrancó un jirón de su propio vestido y se amordazó la boca, para que sus palabras no pudieran traicionarla. Se acercó a la niña y le hizo un gesto sobre su mordaza para que, tal vez, confiara. La niña comprendió, pero no quiso decir nada. Estaba asustada. Leonor la cogió en brazos y la niña se dejó hacer, y se la llevó a un lugar a salvo de la lluvia, mientras las dos seguían llorando.
Desde entonces, Leonor la cuidó y ambas sobrevivieron juntas sin mediar palabra. Y un buen día sucedió algo asombroso: la ciudad se acabó. Las dos niñas rieron como nunca se habían visto reír, y corrieron de la mano campo a través. Y tuvieron que aprender a vivir de nuevo, a alimentarse de la tierra y a dejarse limpiar por la incómoda naturaleza. Con todo, se convencieron de que era una vida más agradable que la abominable ciudad de soledades que abandonaron.
También fue sorprendente ir encontrando otros grupos de gente que se reunían extraviados. Para presentarse y prevenir los recelos, se amordazaban la boca, y se comunicaban con gestos, como en su momento hiciera Leonor con su pequeña, y luego volviera a hacer tantas veces.
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