Hace unas semanas quitaron las entradas de Wikipedia sobre los países fantasma. No puedo decir el momento exacto porque tampoco es que hiciera ningún seguimiento exhaustivo ni nada de eso. Pero sí que llevaba largo tiempo siguiéndole la pista a ese tema, algo interesado, curioseando, sin llegar a ningún estudio profundo ni a mero aficionado. El caso es que el trabajo de limpieza sí ha sido minucioso: ya no hay páginas, ni portales en wikis ni Google ni buscador alguno. El término “países fantasma” lleva a los ya clásicos microestados o los países étnicos que no responden a las fronteras postcoloniales.
Lo que anoto aquí como “países fantasma” es otra cosa: un fenómeno cuyo apogeo se desarrolló en los años de mi juventud, pero que hasta hace poco aún se debatía. Cierto es que nunca –lo cual, ahora que lo pienso, resulta cuanto menos extraño– había tenido repercusión en medios de comunicación generalizada. Esto último tendría que comprobarlo más concienzudamente; no puedo descartar todas las revistillas raras que aún se venden y a las que no hago caso alguno. Desde luego, nada en telediarios, ni periódicos ni magazines. Recuerdo haber hablado de ello con mis compañeros de facultad, como esas curiosidades del mundo virtual, los metaversos, cuando aún estaban en pleno funcionamiento.
La peculiaridad que definía estos países fantasma, que los distingue de cualquier otra noción de nación virtual, es que su población permanecía estable en cero habitantes –esta concordancia de plural en castellano refleja bastante bien esta noción de virtualidad a la que me refiero–. Estos países sólo tenían presencia en internet, y su fundamento territorial era de lo más variopinto, reivindicando desde espacios fractales mal medidos entre las fronteras y las costas de los países, hasta dimensiones matemáticas, lógicas, gramaticales y narrativas varias. Tenían organismos y entidades públicas, privadas, económicas, militares, etc. Se podían encontrar universidades estatales, conciertos, programación diaria de televisión y radio. Y no eran estados aislados, sino que podían encontrarse algunas decenas. Interactuaban entre ellos, incluso con los organismos y empresas “auténticas” (esto último nunca corroborado por los estados “auténticos”; aunque ya digo que tampoco hay mucha información ni entrevistas ni artículos sobre declaración alguna). Los estados funcionaban activa y permanentemente. Había en ellos un trajín cotidiano idéntico al de cualquier país de nuestro entorno. Eso sí, la actividad no podía concretarse en ningún ciudadano. Nadie sacaba provecho, usufructo ni beneficio alguno de su existencia. Nadie lo reivindicaba. Cada estado simplemente existía.
No era infrecuente toparse con carteles y folletos que anunciaban propaganda turística y paquetes vacacionales a estos países. El chasco se lo llevaba el que, interesado por el viaje, preguntaba en las agencias y entonces se enteraba de que esos países no contaban con ningún espacio “físico”, más allá de su propia descripción. ¿Qué sucedía si alguien, a pesar de todo, decidía pagar el viaje? Aquí la cosa no está clara, pues, en su momento, no me dio por entrevistar a ningún agente de viajes –no me parecía un asunto tan importante– y todo lo que sé viene de aquellas conversaciones y esas páginas de internet que ahora han desaparecido. El dinero que la agencia pagara, supuestamente, a las empresas de un país fantasma se convertiría en dinero fantasma. No se trataba de dinero negro: cualquiera, parece ser, podía hacer un estudio económico de estos estados y sus entidades. Eran un ejemplo de perfecta transparencia en la gestión. Y lo más curioso, es que el balance de ingresos y gastos era siempre e invariablemente cero. Todo ingreso era invertido en algo. Esos estados, en desarrollo permanente, no crecían ni menguaban. A pesar de existir como entidades públicas y económicas, no existían ni como población ni como hacienda.
¿Por qué hoy no hay rastro de estos países? ¿Por qué tampoco hay rastro de esas páginas que hablaban de ellos y los describían mucho mejor de lo que ahora puedo hacer yo? No lo sé. El asunto pasó de moda, como tantos otros temas de discusión que ahora tampoco puedo recordar. Pronto pasará, con los demás, a la competencia pasiva de mi historia: aquello que reconocería si se me comentara, pero que por mí mismo soy incapaz de evocar. Tampoco puedo saber a ciencia cierta si todo aquello empezó en la época en que empezamos a hablarlo o bien venía de mucho antes sin que nosotros lo conociéramos.
Sospecho que ha habido algún interés por borrarlos del mapa –metafóricamente hablando–. Si no, no se explica el prolijo barrido que se ha llevado a cabo con sus referencias. En algún sector importante habría empezado a molestar; el mismo sector que tuvo buen cuidado en que no trascendiera a la opinión pública masiva. Tal vez se trataba de algún juego, o algún experimento o algún pasatiempo que generaba páginas y páginas de información, comentarios, folletos, programaciones... Eso sí, siempre sin que transcendiera nada individual, nada personal.
El caso es que, hoy por hoy, no tengo modo de encontrar, mediante métodos de búsqueda convencionales, ninguno de estos elementos. Como todo testimonio sea como el mío, a posteriori, como de oídas, leídas, en terceras voces, temo que el asunto será imposible de volver a estudiar fielmente. Estos países, pues, acabarán afincados en los húmedos terrenos de la ficción.
Lo que anoto aquí como “países fantasma” es otra cosa: un fenómeno cuyo apogeo se desarrolló en los años de mi juventud, pero que hasta hace poco aún se debatía. Cierto es que nunca –lo cual, ahora que lo pienso, resulta cuanto menos extraño– había tenido repercusión en medios de comunicación generalizada. Esto último tendría que comprobarlo más concienzudamente; no puedo descartar todas las revistillas raras que aún se venden y a las que no hago caso alguno. Desde luego, nada en telediarios, ni periódicos ni magazines. Recuerdo haber hablado de ello con mis compañeros de facultad, como esas curiosidades del mundo virtual, los metaversos, cuando aún estaban en pleno funcionamiento.
La peculiaridad que definía estos países fantasma, que los distingue de cualquier otra noción de nación virtual, es que su población permanecía estable en cero habitantes –esta concordancia de plural en castellano refleja bastante bien esta noción de virtualidad a la que me refiero–. Estos países sólo tenían presencia en internet, y su fundamento territorial era de lo más variopinto, reivindicando desde espacios fractales mal medidos entre las fronteras y las costas de los países, hasta dimensiones matemáticas, lógicas, gramaticales y narrativas varias. Tenían organismos y entidades públicas, privadas, económicas, militares, etc. Se podían encontrar universidades estatales, conciertos, programación diaria de televisión y radio. Y no eran estados aislados, sino que podían encontrarse algunas decenas. Interactuaban entre ellos, incluso con los organismos y empresas “auténticas” (esto último nunca corroborado por los estados “auténticos”; aunque ya digo que tampoco hay mucha información ni entrevistas ni artículos sobre declaración alguna). Los estados funcionaban activa y permanentemente. Había en ellos un trajín cotidiano idéntico al de cualquier país de nuestro entorno. Eso sí, la actividad no podía concretarse en ningún ciudadano. Nadie sacaba provecho, usufructo ni beneficio alguno de su existencia. Nadie lo reivindicaba. Cada estado simplemente existía.
No era infrecuente toparse con carteles y folletos que anunciaban propaganda turística y paquetes vacacionales a estos países. El chasco se lo llevaba el que, interesado por el viaje, preguntaba en las agencias y entonces se enteraba de que esos países no contaban con ningún espacio “físico”, más allá de su propia descripción. ¿Qué sucedía si alguien, a pesar de todo, decidía pagar el viaje? Aquí la cosa no está clara, pues, en su momento, no me dio por entrevistar a ningún agente de viajes –no me parecía un asunto tan importante– y todo lo que sé viene de aquellas conversaciones y esas páginas de internet que ahora han desaparecido. El dinero que la agencia pagara, supuestamente, a las empresas de un país fantasma se convertiría en dinero fantasma. No se trataba de dinero negro: cualquiera, parece ser, podía hacer un estudio económico de estos estados y sus entidades. Eran un ejemplo de perfecta transparencia en la gestión. Y lo más curioso, es que el balance de ingresos y gastos era siempre e invariablemente cero. Todo ingreso era invertido en algo. Esos estados, en desarrollo permanente, no crecían ni menguaban. A pesar de existir como entidades públicas y económicas, no existían ni como población ni como hacienda.
¿Por qué hoy no hay rastro de estos países? ¿Por qué tampoco hay rastro de esas páginas que hablaban de ellos y los describían mucho mejor de lo que ahora puedo hacer yo? No lo sé. El asunto pasó de moda, como tantos otros temas de discusión que ahora tampoco puedo recordar. Pronto pasará, con los demás, a la competencia pasiva de mi historia: aquello que reconocería si se me comentara, pero que por mí mismo soy incapaz de evocar. Tampoco puedo saber a ciencia cierta si todo aquello empezó en la época en que empezamos a hablarlo o bien venía de mucho antes sin que nosotros lo conociéramos.
Sospecho que ha habido algún interés por borrarlos del mapa –metafóricamente hablando–. Si no, no se explica el prolijo barrido que se ha llevado a cabo con sus referencias. En algún sector importante habría empezado a molestar; el mismo sector que tuvo buen cuidado en que no trascendiera a la opinión pública masiva. Tal vez se trataba de algún juego, o algún experimento o algún pasatiempo que generaba páginas y páginas de información, comentarios, folletos, programaciones... Eso sí, siempre sin que transcendiera nada individual, nada personal.
El caso es que, hoy por hoy, no tengo modo de encontrar, mediante métodos de búsqueda convencionales, ninguno de estos elementos. Como todo testimonio sea como el mío, a posteriori, como de oídas, leídas, en terceras voces, temo que el asunto será imposible de volver a estudiar fielmente. Estos países, pues, acabarán afincados en los húmedos terrenos de la ficción.
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