Por mandato de su madre, Leonor salió a la calle a comprar un ramo de hierbas para el guiso. A ella misma le hacía cuánta ilusión partir las ramitas y dejarlas caer hoja a hoja, según su especia, dentro de la olla. Y en un suspiro estaba ya en la plaza del mercado explicando su recado a la dependienta, una señora grande y rotunda, que se inclinaba para verla. Con una sonrisa saltarina le pidió la hierba tal, la hierba cual; pero la mujer le respondió:
–No quieras nada.
–No quieras nada.
Extrañada, Leonor volvió a repetir su demanda, esta vez con esa seriedad que da la duda. Y una vez más, la mujer le respondió:
–No quieras nada, no quieras nada.
–No quieras nada, no quieras nada.
Como la niña no era muy dispuesta al enfado, sólo supo componer un gesto entre indignado e impotente. La dependienta la miró arrugando los ojos de impaciencia e insistió:
–No quieras nada.
Leonor escapó de la tienda, despedida y mareada como la que para al jugar a dar vueltas. Cuatro calles más allá había una herboristería, de esas de tarros y bolsitas. La dependienta era una muchacha joven de ojos alegres, a la que, todavía confusa, recitó escolarmente el listado de ingredientes que necesitaba.
Y respondió también la muchacha:
–No quieras nada
Apenas había pronunciado la última sílaba, y Leonor estaba corriendo calle abajo como si hubiera escuchado el ladrido del demonio. Ahora no sabía muy bien a dónde ir. Ya estaba tardando más de la cuenta para un mandado tan fácil, y temía la reprimenda de su madre. Paró a un hombre que paseaba con prisa para preguntarle dónde podía encontrar otra tienda que vendiera hierbas de guisar.
–No quieras nada –explicaba el hombre con toscos gestos.
Cuando vio que la niña se ponía a llorar, cambió su tono y se arrodilló afectuoso y asustado para situarse a su misma altura.
–No quieras nada, no quieras nada –repetía con tono interrogante.
Leonor se desembarazó de la preocupación del hombre, y se perdió por las calles. Corrió y corrió por donde la llevaban sus lágrimas. Pero pronto se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Pero tampoco se atrevía a preguntarle a nadie. Pero ¿qué hacer?, ¿qué pensar? Lo que intentó fue desandar los pasos que ni siquiera sabía que había dado. Acabó llegando a barrios en los que no había estado nunca. Jamás imaginó que su ciudad pudiera ser tan grande.
–No quieras nada.
Leonor escapó de la tienda, despedida y mareada como la que para al jugar a dar vueltas. Cuatro calles más allá había una herboristería, de esas de tarros y bolsitas. La dependienta era una muchacha joven de ojos alegres, a la que, todavía confusa, recitó escolarmente el listado de ingredientes que necesitaba.
Y respondió también la muchacha:
–No quieras nada
Apenas había pronunciado la última sílaba, y Leonor estaba corriendo calle abajo como si hubiera escuchado el ladrido del demonio. Ahora no sabía muy bien a dónde ir. Ya estaba tardando más de la cuenta para un mandado tan fácil, y temía la reprimenda de su madre. Paró a un hombre que paseaba con prisa para preguntarle dónde podía encontrar otra tienda que vendiera hierbas de guisar.
–No quieras nada –explicaba el hombre con toscos gestos.
Cuando vio que la niña se ponía a llorar, cambió su tono y se arrodilló afectuoso y asustado para situarse a su misma altura.
–No quieras nada, no quieras nada –repetía con tono interrogante.
Leonor se desembarazó de la preocupación del hombre, y se perdió por las calles. Corrió y corrió por donde la llevaban sus lágrimas. Pero pronto se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Pero tampoco se atrevía a preguntarle a nadie. Pero ¿qué hacer?, ¿qué pensar? Lo que intentó fue desandar los pasos que ni siquiera sabía que había dado. Acabó llegando a barrios en los que no había estado nunca. Jamás imaginó que su ciudad pudiera ser tan grande.
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