El profesor peroraba apasionado que la demagogia política había sido revertida, como si de un calcetín dado la vuelta se tratara. Había en su discurso un automatismo de tópicos y banalidades recogidas por tradición. Era el género discursivo quien hablaba realmente. Sin embargo, los alumnos con mirada más atenta estaban en ese precioso instante abstraídos en cuestiones diversas, cuyos pensamientos derivaban por sí mismos. A esa hora de la ¿mañana?, ¿puede considerarse mañana aún?, la mayoría no podía controlar su propia afectividad. Mayoría podría tratarse de un eufemismo por miedo al totalitarismo. No era en absoluto difícil encontrar a algún alumno que hablaba largo y tendido con la voz más baja que supiera expresar sobre un asunto que lo dominaba. Pero sus compañeros (de conversación), antes que responderles, esperaban un hueco donde intercalar sus propias consideraciones. Recién llegados no podrían saber a quién le pertenecía la voz cantante. El más insistente ni siquiera atendía a que sus palabras poco tenían que ver (evito nada) con los mensajes que su presunto interlocutor (ninguna palabra pudiera ser aquí más exacta) tecleaba con su móvil hábilmente disimulado, por poco exitoso que resultara su disimulo. En esto, la puerta del aula se abrió abruptamente, casi de impulso sobrenatural, apareció de súbito el inspector, entrando sólo cabeza y el cuerpo encogido porque mantenía los pies bien puestos en el pasillo. Vino a decir, sin soltar el picaporte, con rotundidad incontestable:
-Por lo tanto, eliminemos al lector.
Y se esfumó. Luego nadie pudo estar seguro de si la puerta se había cerrado del todo.
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