En aquel entorno jabonoso ya era difícil saber qué lugar era cual. Sólo por su estrechez uno podía reconocer que estaba en el pasillo. Las habitaciones se habían dividido en subgrutas dentro de la caverna en que había quedado convertido mi piso.
Para sobrevivir tuve que destrozar los muebles y así aprovechar los preciosos restos de material. El máximo partido lo saqué de la cama, que reduje a una pequeña embarcación, poco más extensa que una baldosa.
Con ella conseguía atravesar los ríos de jabón, bajo prodigiosas estalactitas de jabón, sorteando peligrosas estalagmitas que amenazaban con derrumbarse al más mínimo roce, evitando inesperados remolinos de jabón líquido que hubieran sido mi perdición. Navegaba muy lentamente, impulsándome con un tablón como un gondolero. Rara vez sentía tocar el suelo con el palo, tan profunda era la capa jabonosa o tanta su densidad.
Muchos años pasé perdido de un rincón a otro, porque los pasillos de jabón cambiaban. No era posible reconocer el mismo vericueto que una vez me conducía al otro. Lo que antes había sido una pompa solidificada, ahora era un costillar que se erguía como la cresta de una ola gigante y luego una hendidura vertical en una pared que fuera otrora columna simplégade.
En ocasiones, la luz del atardecer o del amanecer se deslizaba más rápido que yo y rebotaba en la humedad del jabón, dando lugar a espectáculos maravillosos. La iridiscencia sorprendente y efímera de aquellos regalos de la luz devolvía el ánimo a mi pecho, que luego tardaba en volver a adaptar sus ojos a la soledad.
Para sobrevivir tuve que destrozar los muebles y así aprovechar los preciosos restos de material. El máximo partido lo saqué de la cama, que reduje a una pequeña embarcación, poco más extensa que una baldosa.
Con ella conseguía atravesar los ríos de jabón, bajo prodigiosas estalactitas de jabón, sorteando peligrosas estalagmitas que amenazaban con derrumbarse al más mínimo roce, evitando inesperados remolinos de jabón líquido que hubieran sido mi perdición. Navegaba muy lentamente, impulsándome con un tablón como un gondolero. Rara vez sentía tocar el suelo con el palo, tan profunda era la capa jabonosa o tanta su densidad.
Muchos años pasé perdido de un rincón a otro, porque los pasillos de jabón cambiaban. No era posible reconocer el mismo vericueto que una vez me conducía al otro. Lo que antes había sido una pompa solidificada, ahora era un costillar que se erguía como la cresta de una ola gigante y luego una hendidura vertical en una pared que fuera otrora columna simplégade.
En ocasiones, la luz del atardecer o del amanecer se deslizaba más rápido que yo y rebotaba en la humedad del jabón, dando lugar a espectáculos maravillosos. La iridiscencia sorprendente y efímera de aquellos regalos de la luz devolvía el ánimo a mi pecho, que luego tardaba en volver a adaptar sus ojos a la soledad.
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