Es frecuente, en las bibliotecas, ir a las estanterías, en busca del ejemplar buscado, en el anaquel preciso que consta en el archivo, justo entre la signatura tal y la cual, y encontrar allí un decepcionante hueco. Pequeños hurtos son inevitables; a veces se trata de simples olvidos o dejadez de los usuarios. Suele suceder precisamente con los libros más demandados, de uso común, de los que generalmente se dispone de varios ejemplares. Por eso, estas pérdidas suelen asumirse con resignación. Se llama al prestatario al número de teléfono de su ficha o se escribe un correo. A veces se recupera, otras veces no.
Es cuando el bibliotecario decide comprar más ejemplares para suplir sus bajas cuando, en las circunstancias adecuadas, entra en conocimiento de toda una dinámica encubierta para el resto de la sociedad, en la que quedará absorto por hipnosis, por fascinación, por aquella emoción entregada a una vida de aburrimiento. Las circunstancias adecuadas son las siguientes:
A veces sucede que el librero de turno le dice al bibliotecario que el libro que solicita no existe, nunca ha sido catalogado ni se tiene constancia de él. El bibliotecario vive aquello como una imposibilidad. Cuando vuelve a su biblioteca revisa los archivos. En efecto, allí sí consta el libro: título perfecto, editorial perfecta, solicitud perfecta. Llama al usuario que rellenó la ficha para comentar el asunto y confirma que, el pobre, lo había encontrado en el propio motor de búsqueda de los ordenadores de la biblioteca, al recopilar bibliografía para su estudio. El bibliotecario llama por su cuenta a la editorial, que, por supuesto, no tiene ni ha tenido nunca un libro de tales características, ni siquiera parecidas. El bibliotecario puede darse por vencido en cualquier parte del proceso; pero cuando vuelve a suceder algo así –a veces nunca más, a veces con insólita frecuencia– el bibliotecario vuelve a llamar a unos y a otros, habla con varias editoriales, habla con varios bibliotecarios y es por fin así, a través de sus colegas de profesión y confusión, como asume la existencia de libros fantasma.
El bibliotecario acude por primera vez a una congregación de colegas en su misma situación. Son reuniones secretas que van cambiando su sede de cita en cita. Allí el advenedizo se sorprende del descomunal número de bibliotecarios que llenan castillos enteros con las más austeras comodidades. Los más veteranos contemplan con preocupación cómo el número de asistentes crece y crece reunión tras reunión; se cuestiona si la política decidida en su momento sigue siendo sostenible. Resulta evidente que la mayor afluencia de bibliotecarios a las reuniones periódicas y secretas es síntoma de que el número de volúmenes fantasma aumenta en alguna progresión matemática vertiginosa. Con ellos aumenta, además, el número de autores fantasma, editoriales fantasma, impresores fantasma, etc; de todos ellos, sólo los bibliotecarios del cónclave tienen noticia. Toda una industria literaria que prolifera en las sombras de los catálogos, de los archivadores digitales, y de la cual sólo puede accederse a mínima información: títulos, autores, fechas (algunos ejemplares fantasma parecen datar de antes de la civilización escrita). En su momento, se decidió seguir un registro de estudio y vigilancia; pero es obvio ya que esto se ha ido de manos.
En nada afecta aún a la dinámica general esa dimensión de bibliotecas fantasma –los más altos cargos de la organización son gestores de auténticas bibliotecas virtuales, donde se van trasladando y acumulando los nuevos hallazgos, sacándolos así de la investigación gentil–; sólo estos bibliotecarios saben de los dos mundos, se sitúan entre ellos, atendiendo a la difícil distinción entre volúmenes reales y volúmenes fantasma. La tarea se complica porque la propia gestión de la organización genera tensiones de poder. ¿Qué poder? Desde luego, ninguno derivado de los libros mismos, reales o fantasma. En primer lugar, la intendencia económica para mantener el secretismo y la viabilidad de las reuniones deriva en ciertos desvíos, ciertas malversaciones, que algunos aprovechan en su propio beneficio. Estos tejemanejes, como generan en el conjunto de la asociación cierta alegre prosperidad hedonista (en la calidad del catering, en la elegancia de las camas), no son perseguidos como debieran. Además, el deber aquí se orienta hacia otros discursos. Precisamente a estos: en segundo lugar, el estudio de los volúmenes fantasma ha generado cierto saber erudito. Hay quien pretende haber llegado a un nivel superior en la indagación. Esto no está claro y un segundo secretismo impregna los cónclaves, que se dividen en grupos y cuasi-escuelas teóricas. En esos grupos hay también sus jerarquías, sus influencias, etc. Por último, y no menos importante, están las afinidades personales, anímicas y sexuales que se van tejiendo y enredando entre las relaciones de bibliotecarios, de bibliotecarios y bibliotecarias, y entre las bibliotecarias. Estas tres dimensiones de poder generan nepotismos, familias, países, imperios, vasallos, cuyas disputas se resuelven en las conversaciones, los debates, las comidas, los despachos.
Es por esto que el desarrollo de los libros fantasma, con sus autores fantasma y su máquina editorial fantasma, no es vigilado tan bien como la organización misma se propone. Ahora es difícil saber si su auténtica intención (intención colectiva emergente de todo el batiburrillo de tensiones) es investigar, es saber, es proteger, es poseer o es follar directamente.
Es cuando el bibliotecario decide comprar más ejemplares para suplir sus bajas cuando, en las circunstancias adecuadas, entra en conocimiento de toda una dinámica encubierta para el resto de la sociedad, en la que quedará absorto por hipnosis, por fascinación, por aquella emoción entregada a una vida de aburrimiento. Las circunstancias adecuadas son las siguientes:
A veces sucede que el librero de turno le dice al bibliotecario que el libro que solicita no existe, nunca ha sido catalogado ni se tiene constancia de él. El bibliotecario vive aquello como una imposibilidad. Cuando vuelve a su biblioteca revisa los archivos. En efecto, allí sí consta el libro: título perfecto, editorial perfecta, solicitud perfecta. Llama al usuario que rellenó la ficha para comentar el asunto y confirma que, el pobre, lo había encontrado en el propio motor de búsqueda de los ordenadores de la biblioteca, al recopilar bibliografía para su estudio. El bibliotecario llama por su cuenta a la editorial, que, por supuesto, no tiene ni ha tenido nunca un libro de tales características, ni siquiera parecidas. El bibliotecario puede darse por vencido en cualquier parte del proceso; pero cuando vuelve a suceder algo así –a veces nunca más, a veces con insólita frecuencia– el bibliotecario vuelve a llamar a unos y a otros, habla con varias editoriales, habla con varios bibliotecarios y es por fin así, a través de sus colegas de profesión y confusión, como asume la existencia de libros fantasma.
El bibliotecario acude por primera vez a una congregación de colegas en su misma situación. Son reuniones secretas que van cambiando su sede de cita en cita. Allí el advenedizo se sorprende del descomunal número de bibliotecarios que llenan castillos enteros con las más austeras comodidades. Los más veteranos contemplan con preocupación cómo el número de asistentes crece y crece reunión tras reunión; se cuestiona si la política decidida en su momento sigue siendo sostenible. Resulta evidente que la mayor afluencia de bibliotecarios a las reuniones periódicas y secretas es síntoma de que el número de volúmenes fantasma aumenta en alguna progresión matemática vertiginosa. Con ellos aumenta, además, el número de autores fantasma, editoriales fantasma, impresores fantasma, etc; de todos ellos, sólo los bibliotecarios del cónclave tienen noticia. Toda una industria literaria que prolifera en las sombras de los catálogos, de los archivadores digitales, y de la cual sólo puede accederse a mínima información: títulos, autores, fechas (algunos ejemplares fantasma parecen datar de antes de la civilización escrita). En su momento, se decidió seguir un registro de estudio y vigilancia; pero es obvio ya que esto se ha ido de manos.
En nada afecta aún a la dinámica general esa dimensión de bibliotecas fantasma –los más altos cargos de la organización son gestores de auténticas bibliotecas virtuales, donde se van trasladando y acumulando los nuevos hallazgos, sacándolos así de la investigación gentil–; sólo estos bibliotecarios saben de los dos mundos, se sitúan entre ellos, atendiendo a la difícil distinción entre volúmenes reales y volúmenes fantasma. La tarea se complica porque la propia gestión de la organización genera tensiones de poder. ¿Qué poder? Desde luego, ninguno derivado de los libros mismos, reales o fantasma. En primer lugar, la intendencia económica para mantener el secretismo y la viabilidad de las reuniones deriva en ciertos desvíos, ciertas malversaciones, que algunos aprovechan en su propio beneficio. Estos tejemanejes, como generan en el conjunto de la asociación cierta alegre prosperidad hedonista (en la calidad del catering, en la elegancia de las camas), no son perseguidos como debieran. Además, el deber aquí se orienta hacia otros discursos. Precisamente a estos: en segundo lugar, el estudio de los volúmenes fantasma ha generado cierto saber erudito. Hay quien pretende haber llegado a un nivel superior en la indagación. Esto no está claro y un segundo secretismo impregna los cónclaves, que se dividen en grupos y cuasi-escuelas teóricas. En esos grupos hay también sus jerarquías, sus influencias, etc. Por último, y no menos importante, están las afinidades personales, anímicas y sexuales que se van tejiendo y enredando entre las relaciones de bibliotecarios, de bibliotecarios y bibliotecarias, y entre las bibliotecarias. Estas tres dimensiones de poder generan nepotismos, familias, países, imperios, vasallos, cuyas disputas se resuelven en las conversaciones, los debates, las comidas, los despachos.
Es por esto que el desarrollo de los libros fantasma, con sus autores fantasma y su máquina editorial fantasma, no es vigilado tan bien como la organización misma se propone. Ahora es difícil saber si su auténtica intención (intención colectiva emergente de todo el batiburrillo de tensiones) es investigar, es saber, es proteger, es poseer o es follar directamente.
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