Sócrates quiso una vez más aportar algo de luz a la cuestión, que alejara de sí las sospechas:
–¿Y si esas no fueron exactamente las palabras del oráculo? ¿Y si algún termino del enunciado se nos escapa? Hilofonte dijo que esta vez las palabras de la pitia habían sido claras, pero normalmente suele ser un galimatías incoherente. Después, las sentencias de los sacerdotes suelen ser confusas; su exactitud se basa en guardar escrupulosamente la ambigüedad. Hilofonte ha perdido la lámina con la sentencia...
Entonces se levantó Querefonte con su rotundidad habitual e interrumpió su perorata:
–Yo estoy dispuesto a volver a Delfos y preguntar en el oráculo del mes que viene si hay alguien que sea más sabio que Sócrates. Así, claramente, sin que haya lugar a dudas.
Sócrates vio en la efusividad de su amigo un nuevo revés para salir bien parado de aquella historia.
–Por favor, Querefonte, ya no tienes edad para un viaje así.
–¡Me comprometo!
Dio un grito enorme que fue respondido por una aclamación general entre todos los muchachos que asistían divertidos al debate. Sócrates intentó, aún así, disuadirlo:
–Pero yo puedo decirte cuáles van a ser las palabras del oráculo: “Nadie en toda Grecia es más sabio que Sócrates”.
–Entonces tú mismo lo admites.
–No, sólo predigo lo que dirá el oráculo.
–Ahora Sócrates habla en nombre de Apolo.
Sócrates buscó entre todos los presentes a aquel que había lanzado esa puya.
–Si piensas como yo, también llegarías a esa conclusión.
–¿Cómo es el asunto?
–Vamos a ver: tú, como todo griego, conoces la inscripción a la puerta del templo de Apolo, ¿cierto?
–Cierto.
–Esa inscripción nos ordena claramente “conócete a ti mismo”, lo cual presupone una ignorancia previa sobre uno mismo.
–No veo por qué.
–Vamos a ver: cuando le ordenas a alguien que siembre unas semillas, ¿es porque las semillas ya han sido sembradas?
–No.
–Cuando le pedimos a alguien que talle una estatua, ¿la estatua estaba ya tallada de antemano?
–No.
Conociendo el juego, un coro de jóvenes empezaba a acompañar cada “no” con creciente entusiasmo.
–Cuando le pedimos a alguien que llene un cántaro, ¿ha sido el cántaro previamente llenado?
–¡Noooo!
–Entonces, cuando pedimos a alguien que conozca un asunto, ¿es cuando previamente ya lo conoce?
–¡Noooo!
–Siendo, pues, que el oráculo pide a cada uno que se conozca a sí mismo, es que cada uno conlleva una profunda ignorancia de sí mismo. Siendo de esta manera, ¿puedo ser yo más sabio que tú si tú sabes más de mí mismo que yo?
–No, de ninguna manera.
–¿Y puedes ser tú más sabio que yo, si sabiendo más que yo que yo mismo, ignoras de ti mismo lo que yo sí podría saber? Observa, antes de responder que el oráculo nada objeta sobre el conocimiento que pudiéramos tener sobre los demás, y que aquí estamos razonando qué diría el oráculo, y no cuál es la verdad de las cosas.
–Pues no.
–Entonces, ninguno de los dos sería el más sabio.
Otra vez con el coro.
–¡Noooo!
–¿Y habría un tercero que pudiera ser más sabio que nosotros, ignorando sobre sí mismo aquello que nosotros sí podríamos saber?
–¡Noooo!
–Entonces, siendo así en cada caso, no podríamos encontrar a nadie que, siendo ignorante de sí mismo, pueda ser más sabio que otro. Por lo tanto, tampoco nadie más sabio que Sócrates.
El griterío fue descomunal. Algunos se quejaban sonoramente de la soberbia del viejo, pero los más lo aclamaban y vitoreaban. Sócrates continuó, alzando la voz sobre el griterío:
–Esto, por supuesto, a no ser que el personaje en cuestión no conozca la inscripción del templo. Como nadie educado en Grecia desconoce esa inscripción, hemos de deducir que si hay algún hombre más sabio que otro griego, no puede ser otro griego, sino un bárbaro.
Entonces estalló el éxtasis colectivo. Los jóvenes estaban fuera de sí: gritaban y saltaban empujándose unos a otros, miraban con sorna la expresión cariacontecida de sus compungidos maestros y se sumaban al coro general “¡Sócrates! ¡Sócrates!”
–¿Y si esas no fueron exactamente las palabras del oráculo? ¿Y si algún termino del enunciado se nos escapa? Hilofonte dijo que esta vez las palabras de la pitia habían sido claras, pero normalmente suele ser un galimatías incoherente. Después, las sentencias de los sacerdotes suelen ser confusas; su exactitud se basa en guardar escrupulosamente la ambigüedad. Hilofonte ha perdido la lámina con la sentencia...
Entonces se levantó Querefonte con su rotundidad habitual e interrumpió su perorata:
–Yo estoy dispuesto a volver a Delfos y preguntar en el oráculo del mes que viene si hay alguien que sea más sabio que Sócrates. Así, claramente, sin que haya lugar a dudas.
Sócrates vio en la efusividad de su amigo un nuevo revés para salir bien parado de aquella historia.
–Por favor, Querefonte, ya no tienes edad para un viaje así.
–¡Me comprometo!
Dio un grito enorme que fue respondido por una aclamación general entre todos los muchachos que asistían divertidos al debate. Sócrates intentó, aún así, disuadirlo:
–Pero yo puedo decirte cuáles van a ser las palabras del oráculo: “Nadie en toda Grecia es más sabio que Sócrates”.
–Entonces tú mismo lo admites.
–No, sólo predigo lo que dirá el oráculo.
–Ahora Sócrates habla en nombre de Apolo.
Sócrates buscó entre todos los presentes a aquel que había lanzado esa puya.
–Si piensas como yo, también llegarías a esa conclusión.
–¿Cómo es el asunto?
–Vamos a ver: tú, como todo griego, conoces la inscripción a la puerta del templo de Apolo, ¿cierto?
–Cierto.
–Esa inscripción nos ordena claramente “conócete a ti mismo”, lo cual presupone una ignorancia previa sobre uno mismo.
–No veo por qué.
–Vamos a ver: cuando le ordenas a alguien que siembre unas semillas, ¿es porque las semillas ya han sido sembradas?
–No.
–Cuando le pedimos a alguien que talle una estatua, ¿la estatua estaba ya tallada de antemano?
–No.
Conociendo el juego, un coro de jóvenes empezaba a acompañar cada “no” con creciente entusiasmo.
–Cuando le pedimos a alguien que llene un cántaro, ¿ha sido el cántaro previamente llenado?
–¡Noooo!
–Entonces, cuando pedimos a alguien que conozca un asunto, ¿es cuando previamente ya lo conoce?
–¡Noooo!
–Siendo, pues, que el oráculo pide a cada uno que se conozca a sí mismo, es que cada uno conlleva una profunda ignorancia de sí mismo. Siendo de esta manera, ¿puedo ser yo más sabio que tú si tú sabes más de mí mismo que yo?
–No, de ninguna manera.
–¿Y puedes ser tú más sabio que yo, si sabiendo más que yo que yo mismo, ignoras de ti mismo lo que yo sí podría saber? Observa, antes de responder que el oráculo nada objeta sobre el conocimiento que pudiéramos tener sobre los demás, y que aquí estamos razonando qué diría el oráculo, y no cuál es la verdad de las cosas.
–Pues no.
–Entonces, ninguno de los dos sería el más sabio.
Otra vez con el coro.
–¡Noooo!
–¿Y habría un tercero que pudiera ser más sabio que nosotros, ignorando sobre sí mismo aquello que nosotros sí podríamos saber?
–¡Noooo!
–Entonces, siendo así en cada caso, no podríamos encontrar a nadie que, siendo ignorante de sí mismo, pueda ser más sabio que otro. Por lo tanto, tampoco nadie más sabio que Sócrates.
El griterío fue descomunal. Algunos se quejaban sonoramente de la soberbia del viejo, pero los más lo aclamaban y vitoreaban. Sócrates continuó, alzando la voz sobre el griterío:
–Esto, por supuesto, a no ser que el personaje en cuestión no conozca la inscripción del templo. Como nadie educado en Grecia desconoce esa inscripción, hemos de deducir que si hay algún hombre más sabio que otro griego, no puede ser otro griego, sino un bárbaro.
Entonces estalló el éxtasis colectivo. Los jóvenes estaban fuera de sí: gritaban y saltaban empujándose unos a otros, miraban con sorna la expresión cariacontecida de sus compungidos maestros y se sumaban al coro general “¡Sócrates! ¡Sócrates!”
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