El joven Aristóteles admiraba profundamente a su maestro Platón. Le extasiaba la vastedad de sus conocimientos y le encandilaban los numerosos relatos de viajes y aventuras que los acompañaban. Parecía que, a través de él y sus relatos, cualquiera podía acceder al conocimiento del mundo entero. Por eso, el empeño que mostraba Critóbulo por congeniar con Aristóteles era recibido por parte del joven con extrema desazón. El viejo, siempre estaba merodeando los alrededores de la Academia y parecía lanzar sobre ella miradas de envidia y súplica. Tal vez se sentía despechado por no poder ejercer allí como maestro. Platón y su círculo lo trataban con descarado desprecio y subrayaban un carácter pusilánime, vicioso y fracasado. Siempre parecía estar borracho y portaba siempre la misma ropa sucia, como un cínico, y siempre llevaba un vaso de barro tintado de vino pero siempre vacío.
En los últimos meses, Critóbulo seguía especialmente los pasos de Aristóteles. Hablaba con él con su tonillo de perpetuo borracho. Aristóteles insinuaba su rechazo, pero no quería mostrarse irrespetuoso, él, extranjero, con aquel anciano, ciudadano ateniense, por más que sus vecinos lo trataran como a un perro.
Al fin, una noche, el viejo Critóbulo declaró su extrañas intenciones. Aristóteles y Hermias alargaron su tarde de debate en una taberna y se concedieron permanecer allí mismo hasta la mañana, bien discutiendo, bien rendidos al sueño. En estas, vieron entrar a la taberna, como resguardándose del frío de la noche, la figura hirsuta de Critóbulo, con su manto raído, su viejo zurrón y el largo bastón en el que se sustentaba. Rápidamente, el viejo se percató de la presencia de los dos muchachos y se dirigió directamente hacia ellos. Aristóteles no pudo evitar un gesto de disgusto; pero Hermias, más optimista, le corrigió:
–¿Y si nos hace pasar una noche interesante?
En los últimos meses, Critóbulo seguía especialmente los pasos de Aristóteles. Hablaba con él con su tonillo de perpetuo borracho. Aristóteles insinuaba su rechazo, pero no quería mostrarse irrespetuoso, él, extranjero, con aquel anciano, ciudadano ateniense, por más que sus vecinos lo trataran como a un perro.
Al fin, una noche, el viejo Critóbulo declaró su extrañas intenciones. Aristóteles y Hermias alargaron su tarde de debate en una taberna y se concedieron permanecer allí mismo hasta la mañana, bien discutiendo, bien rendidos al sueño. En estas, vieron entrar a la taberna, como resguardándose del frío de la noche, la figura hirsuta de Critóbulo, con su manto raído, su viejo zurrón y el largo bastón en el que se sustentaba. Rápidamente, el viejo se percató de la presencia de los dos muchachos y se dirigió directamente hacia ellos. Aristóteles no pudo evitar un gesto de disgusto; pero Hermias, más optimista, le corrigió:
–¿Y si nos hace pasar una noche interesante?
No hay comentarios:
Publicar un comentario