Fue cuando descargaron en la biblioteca la gran remesa de papel, que se descubrió la verdad de la luz en el conocimiento. La gran pila de papel desparramada, por el error de algún estibador, bibliotecario, esclavo o lector, cubriendo pupitres y losetas, iluminando con su nítido reflejo blanco toda la estancia, era tan página vacía imagen de la luz pura.
Agobiado por la presencia poderosa de la luz, que amenazaba la verosimilitud de tantas imaginaciones ficticias, decidió rápidamente, que para soportar (en el sentido de llevar por debajo, siendo el debajo el portador, esto es, invisible) la luz había que ofrecerle a los ojos cuidadas sombras.
Llamó entonces a un ejército de escribas, para que línea a línea, palaba a palabra, letra a letra, trazo por trazo, pusieran, en el blanco luminoso del papel, la dosis adecuada de sombra. Así como un oasis en el desierto, una moneada en la austeridad, una palabra es una sombra valiosa entre la luz de la página que oculta. Y era hermoso, desde fuera, ver la sombra de la reja en la ventana, sobre el escriba que hace sombra con su cuerpo a la letra que es la sombra de la palabra humana en la luz, cuya hoja es el destino.
Pero, como el alfabeto de un idioma no puede cubrir la línea entera, ni la página entera, hicieron más alfabetos, para más idiomas. Grafías curvas compensaban grafías rectas. Líneas verticales compensaban las horizontales. Alfabetos, silabarios, iconogramas, daban cuenta de cada posible pausa. Y así, en la página ideal en la que están escritos todos los textos en todos los idiomas no queda un trozo de luz que escape de la blancura de la página.
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