Apenas unos días después, ya la vi mirando con ojos previsores la freidora. No quise ni sacar el tema. Llegado el momento, la discusión volvía a plantearse, con un agravante: aún quedaba el 98% de la primera remesa de jabón de la primera freidora. Con dos agravantes: perdí los nervios ante mi escasa o nula capacidad de convicción oratoria. Utilicé todas las medidas de manipulación a mi alcance: me encerré en mi habitación o me cruzaba ante ella con apretado silencio o incluso me iba a la calle a dar un paseo ¡de repente!
Cuando entró la nueva palangana de jabón, pensé que había enloquecido, no ella, sino yo, y que vivía en un absurdo. Sin embargo, actué con la mayor cordura:
–Pues que sepas que tal y como ha entrado, lo tiro.
Ella no lo permitió. Pero como yo pasaba muchas más horas solo en casa, mi amenaza no tenía prisa: a las primeras de cambio el jabón sería historia.
Cuando entró la nueva palangana de jabón, pensé que había enloquecido, no ella, sino yo, y que vivía en un absurdo. Sin embargo, actué con la mayor cordura:
–Pues que sepas que tal y como ha entrado, lo tiro.
Ella no lo permitió. Pero como yo pasaba muchas más horas solo en casa, mi amenaza no tenía prisa: a las primeras de cambio el jabón sería historia.
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