En los pantanosos cimientos
de la ciudad ya había mosquitos.
De su zumbido eran espuma sólida los cielos.
Todo un invierno el sueño en miniatura de sus huevos.
La primavera, ¡ah, la primavera!, el baile de sus larvas.
Gloria a los estanques, las fuentes, las piscinas,
la arquitectura hidráulica que el ser humano
despliega para el hambre voraz
-sin tanto odio, ni tanta ambición-
de su más fidelísimo hermano.
Sus efímeras ruinas durarán un parpadeo
en los eones de la tierra, y su enfermedad
apenas el lapso de temperatura apropiada.
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