Como el frío arreciaba en el desfiladero, terminando como iba el verano, Hilofonte decidió arroparse con una manta de piel de cabra. Aquella noche había dormido mal. Delfos era un hervidero de peregrinos que curaban su impaciencia o su frustración, por la expectativa del oráculo o por su confusa respuesta, pasando la noche entre vinos, cervezas y aguardientes. Cada uno presumía del licor de su país, cuya tierra eras siempre la más amable y sus problemas los más irresolubles. En el mismo albergue en el que Hilofonte había tenido que pasar aquellas tres noches, se apiñaban una veintena de huéspedes. Los más roncaban de cansancio; los menos, temerosos de los dioses, hablaban solos, tenían movimientos nerviosos y se enfadaban unos a otros. Por todo ello, y por el deseo de llegar a buena hora, salió tan temprano Hilofonte, cuando aún no había amanecido y los helados avisos de las auroras otoñales se adelantaban al camino.
Justo antes de salir de la ciudad –si ciudad era aquella amalgama de albergues y tabernas– un guardaespaldas de alguna rica comitiva llamó violentamente la atención de Hilofonte, cuyo aspecto, huraño, ojeroso, encogido, tapado por completo por su capa de cabra y su gorro de piel, hubiera atemorizado a cualquier Teseo. Sin embargo, Hilofonte, más consciente de su propia intención que de su aspecto, recibió mal la inquietud del soldado. Éste se empeñó en cachearle. Ni siquiera era más alto que él, aunque sí más fuerte, y lo interrogaba en un griego imposible para él a esas horas. Así que, cuando consiguió zafarse del escolta, Hilofonte enfiló el camino de subida al recinto sagrado a toda prisa.
Caminaba con larga zancada, por el enfado que le había generado el soldado. Se molestó, además, porque había mucha más gente de lo que esperaba haciendo el camino a esas horas; lo cual rápidamente atribuyó al retraso que le había provocado el mismo guardia, por leve que fuera. Esa zancada larga, que al principio le permitía adelantar a cualquiera con quien se iba topando, le hizo agotarse pronto. El frío y la mala noche, la deficiente cena y el nulo desayuno, la empinada cuesta del camino, se le cargaron en las piernas. Tuvo que presenciar con desolación cómo volvían a pasarle, uno tras otro, aquellos a quienes había adelantado, mientras él se paraba una y otra vez, a coger el aliento.
Mucho antes de lo que esperaba, vino a oír el bullicio de la entrada, los puestos de los comerciantes con su vocerío, anunciando sus tallas, sus cabras, sus bocadillos. Tres días antes, para la primera entrevista con los sacerdotes, ya le había sorprendido la gran cantidad de negocio; pero el día del oráculo parecía que aquel era literalmente el ombligo del mundo, a través del cual se nutría la humanidad entera. Los mismos borrachos que a la noche pululaban por Delfos estaban allí ya, multiplicados por cientos, a los bordes del camino, repartidos por las laderas del monte, bebiendo, riendo, llorando. Algunos esperaban con sus propias tiendas, pequeñitas, austeras, con sus guisos. Muchos llevaban horas jugando a dados y tabas, ganando y perdiendo fortunas. Las prostitutas eran aún más numerosas y atrevidas; apenas se habían recompuesto del cliente anterior, ya asaltaban al viajero, borrachas también. Entre toda la turba, a veces, se abría paso alguna señorial comitiva con portadores y escoltas a caballo. Entonces, la gente tenía que apretarse para permitir su paso apabullante y sus gestos de despectiva indiferencia. Todo bajo un denso bosque de voces bárbaras que rebotaban en el monte.
Justo antes de salir de la ciudad –si ciudad era aquella amalgama de albergues y tabernas– un guardaespaldas de alguna rica comitiva llamó violentamente la atención de Hilofonte, cuyo aspecto, huraño, ojeroso, encogido, tapado por completo por su capa de cabra y su gorro de piel, hubiera atemorizado a cualquier Teseo. Sin embargo, Hilofonte, más consciente de su propia intención que de su aspecto, recibió mal la inquietud del soldado. Éste se empeñó en cachearle. Ni siquiera era más alto que él, aunque sí más fuerte, y lo interrogaba en un griego imposible para él a esas horas. Así que, cuando consiguió zafarse del escolta, Hilofonte enfiló el camino de subida al recinto sagrado a toda prisa.
Caminaba con larga zancada, por el enfado que le había generado el soldado. Se molestó, además, porque había mucha más gente de lo que esperaba haciendo el camino a esas horas; lo cual rápidamente atribuyó al retraso que le había provocado el mismo guardia, por leve que fuera. Esa zancada larga, que al principio le permitía adelantar a cualquiera con quien se iba topando, le hizo agotarse pronto. El frío y la mala noche, la deficiente cena y el nulo desayuno, la empinada cuesta del camino, se le cargaron en las piernas. Tuvo que presenciar con desolación cómo volvían a pasarle, uno tras otro, aquellos a quienes había adelantado, mientras él se paraba una y otra vez, a coger el aliento.
Mucho antes de lo que esperaba, vino a oír el bullicio de la entrada, los puestos de los comerciantes con su vocerío, anunciando sus tallas, sus cabras, sus bocadillos. Tres días antes, para la primera entrevista con los sacerdotes, ya le había sorprendido la gran cantidad de negocio; pero el día del oráculo parecía que aquel era literalmente el ombligo del mundo, a través del cual se nutría la humanidad entera. Los mismos borrachos que a la noche pululaban por Delfos estaban allí ya, multiplicados por cientos, a los bordes del camino, repartidos por las laderas del monte, bebiendo, riendo, llorando. Algunos esperaban con sus propias tiendas, pequeñitas, austeras, con sus guisos. Muchos llevaban horas jugando a dados y tabas, ganando y perdiendo fortunas. Las prostitutas eran aún más numerosas y atrevidas; apenas se habían recompuesto del cliente anterior, ya asaltaban al viajero, borrachas también. Entre toda la turba, a veces, se abría paso alguna señorial comitiva con portadores y escoltas a caballo. Entonces, la gente tenía que apretarse para permitir su paso apabullante y sus gestos de despectiva indiferencia. Todo bajo un denso bosque de voces bárbaras que rebotaban en el monte.
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