Hilofonte, que sentía sus piernas temblar de frío y de esfuerzo, su estómago crujir de hambre y sus hombros sudar bajo la capa. Se acercó a uno de los puestos, que vendía hojaldres de miel, y compró tres piezas. Como le empujaran justo en el momento en el que se echaba mano a la bolsa, cuidó bien de palparse para comprobar que no le faltaba nada, y aún derramó varias miradas a su redonda, en busca de sospechosos ladrones.
El pastelero, que le intuyó las intenciones, le comentó:
–Si buscas pintas de ladrón, no encontrarás ninguna como la tuya...
–No esperaba este frío, así que tuve que apañarme con lo que tenía.
–No, si te comprendo. Prefiero esto que los emperifollos que traen algunos al oráculo. Ya sabes, hay que exhibirse. Ahora, es posible que no te dejen entrar con esa piel de cabra.
–Ya tengo concertada la cita.
–Son muy tiquismiquis.
–¿Acaso no está ahora Dionisos en el monte? Lo juraría, al ver el panorama.
–No, no; estamos aún en temporada de Apolo.
–¿Y Apolo permite todo esto? Seguro que te equivocas.
–No, fíjate.
Y el pastelero sacó una tablilla de cerámica, en la que tenía todo el año grabado, con sus días señalados y, muy bien precisados, las fechas emblemáticas y los meses que le correspondían a cada dios. El pastelero, con una pasión del todo fuera de lugar, le explicó detalladamente el significado de cada anotación, de cada marca, sin limitarse a justificar su primera respuesta. Hilofonte no quería ser descortés con quien acababa de atenderle tan amablemente; pero empezó a dudar de su honestidad y volvió a palparse sus pertenencias.
Finalmente, cuando por fin pudo escaparse de aquella disertación sobre las efemérides delfinas, comprobó que el camino al recinto sagrado se había apretado como media Asia y África entera. Entre maldiciones, para dar tres pasos seguidos tenía que deslizarse hombro con hombro con la gente que lo rodeaba y fluía en una antinatural ascensión, sorteando tenderos y clientes. Al mismo tiempo, Hilofonte, no sabía cómo, hacía lo posible por comerse los pasteles de miel sin tropezar con nadie. Así, si se concentraba en el bocado se veía obligado a dejar de andar; si buscaba cómo abrirse paso, no podía comer. Con los pasteles en una mano y con el dulce a medio comer en la otra, se contorsionaba para salir a algún espacio más abierto. No pudo ser: en un envite que no vio venir, aplastó los pasteles contra uno de los viandantes. El otro no se dio ni cuenta de que se llevaba media plasta de miel en sus ropas; pero la mayor parte del estropicio estaba en la capa de cabra del propio Hilofonte, con gruesos churretones viscosos de hojaldre que ya se estaban emborrizando de polvo, en el sucesivo chocar de unos y de otros.
El pastelero, que le intuyó las intenciones, le comentó:
–Si buscas pintas de ladrón, no encontrarás ninguna como la tuya...
–No esperaba este frío, así que tuve que apañarme con lo que tenía.
–No, si te comprendo. Prefiero esto que los emperifollos que traen algunos al oráculo. Ya sabes, hay que exhibirse. Ahora, es posible que no te dejen entrar con esa piel de cabra.
–Ya tengo concertada la cita.
–Son muy tiquismiquis.
–¿Acaso no está ahora Dionisos en el monte? Lo juraría, al ver el panorama.
–No, no; estamos aún en temporada de Apolo.
–¿Y Apolo permite todo esto? Seguro que te equivocas.
–No, fíjate.
Y el pastelero sacó una tablilla de cerámica, en la que tenía todo el año grabado, con sus días señalados y, muy bien precisados, las fechas emblemáticas y los meses que le correspondían a cada dios. El pastelero, con una pasión del todo fuera de lugar, le explicó detalladamente el significado de cada anotación, de cada marca, sin limitarse a justificar su primera respuesta. Hilofonte no quería ser descortés con quien acababa de atenderle tan amablemente; pero empezó a dudar de su honestidad y volvió a palparse sus pertenencias.
Finalmente, cuando por fin pudo escaparse de aquella disertación sobre las efemérides delfinas, comprobó que el camino al recinto sagrado se había apretado como media Asia y África entera. Entre maldiciones, para dar tres pasos seguidos tenía que deslizarse hombro con hombro con la gente que lo rodeaba y fluía en una antinatural ascensión, sorteando tenderos y clientes. Al mismo tiempo, Hilofonte, no sabía cómo, hacía lo posible por comerse los pasteles de miel sin tropezar con nadie. Así, si se concentraba en el bocado se veía obligado a dejar de andar; si buscaba cómo abrirse paso, no podía comer. Con los pasteles en una mano y con el dulce a medio comer en la otra, se contorsionaba para salir a algún espacio más abierto. No pudo ser: en un envite que no vio venir, aplastó los pasteles contra uno de los viandantes. El otro no se dio ni cuenta de que se llevaba media plasta de miel en sus ropas; pero la mayor parte del estropicio estaba en la capa de cabra del propio Hilofonte, con gruesos churretones viscosos de hojaldre que ya se estaban emborrizando de polvo, en el sucesivo chocar de unos y de otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario