Hilofonte estaba ofuscado y exasperado y cansado ya a tan tempranas horas. Decidió ir directamente a la fuente Castalia y limpiarse con alguno de los veneros aledaños. Por supuesto, no era el único que había tenido esa idea, tomado esa decisión y, ni siquiera, el único que estaba en una situación parecida. No podían contarse los que intentaban limpiar sus ropas y sus caras en los arroyos, bastante pobres después del verano, de todo tipo de manchas y pegotones de vino, cremas, vómitos, orín y suerte varia de excrecencias. Tan desagradable era el espectáculo, que Hilofonte renunció a tal refregamiento comunal y se dirigió sin más a la fuente sagrada.
–¡Purifícate, por la sangre de Apolo, purifícate!
Así exclamó indignado al verle un sacerdote, de lo cual pudo deducir Hilofonte qué mal aspecto llevaba. Se arrodilló al borde de la cisterna, poco más limpia que los arroyos que acababa de dejar, y enjuagó sus manos y su rostro. El agua estaba fría como si llegara directamente de las moradas del invierno. Hilofonte se puso a estornudar y una moquera empezó a caerle de las narices como por arte de magia. Y ni por esas sentía, ni mucho menos, haberse limpiado un ápice; sino que había añadido otro surtido de pringue a su adobada capa.
–Beba el agua del manantial para que los dioses enardezcan su memoria y su elocuencia en el entendimiento del oráculo.
Pero el manantial era un pobre lametón de agua pegado a la roca, y la poza del manantial, sobre la que persistían pequeñas pompitas, avisaba de futuras diarreas, no precisamente verbales. Con todo, Hilofonte hizo el amago de beber, para no desairar a los sacerdotes ni contrariar a los dioses. Lo que sí masculló entre dientes en el gesto fue la pregunta que había pactado con el oráculo. Hilofonte intentó evocar las palabras exactas: “¿Quién es el mejor sofista de Atenas?”. Y las fue repitiendo mentalmente, como una letanía, mientras se alejaba, por si aquellas aguas burbujeantes no descendían de los hielos del Parnaso sino que se escaparan de las ocultas corrientes del Leteo.
–¡Purifícate, por la sangre de Apolo, purifícate!
Así exclamó indignado al verle un sacerdote, de lo cual pudo deducir Hilofonte qué mal aspecto llevaba. Se arrodilló al borde de la cisterna, poco más limpia que los arroyos que acababa de dejar, y enjuagó sus manos y su rostro. El agua estaba fría como si llegara directamente de las moradas del invierno. Hilofonte se puso a estornudar y una moquera empezó a caerle de las narices como por arte de magia. Y ni por esas sentía, ni mucho menos, haberse limpiado un ápice; sino que había añadido otro surtido de pringue a su adobada capa.
–Beba el agua del manantial para que los dioses enardezcan su memoria y su elocuencia en el entendimiento del oráculo.
Pero el manantial era un pobre lametón de agua pegado a la roca, y la poza del manantial, sobre la que persistían pequeñas pompitas, avisaba de futuras diarreas, no precisamente verbales. Con todo, Hilofonte hizo el amago de beber, para no desairar a los sacerdotes ni contrariar a los dioses. Lo que sí masculló entre dientes en el gesto fue la pregunta que había pactado con el oráculo. Hilofonte intentó evocar las palabras exactas: “¿Quién es el mejor sofista de Atenas?”. Y las fue repitiendo mentalmente, como una letanía, mientras se alejaba, por si aquellas aguas burbujeantes no descendían de los hielos del Parnaso sino que se escaparan de las ocultas corrientes del Leteo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario