Ya pegaba con fuerza el sol, aún con menos calor del que aportaba la muchedumbre, cuando Hilofonte consiguió plantarse ante las puertas del recinto sagrado.
–¡Otro ateniense! –exclamó indignado el sacerdote que estaba a cargo de recibir y comprobar a los consultantes.
Hilofonte recitó todos sus datos y los detalles de la cita, para que el sacerdote lo comprobara.
–¡Que todos los meses tenga que aparecer algún ateniense con sus ocurrencias! Los atenienses creéis que esto es vuestro oráculo local. Mira, detrás de ti está el mundo buscando sabiduría sobre sus inquietudes. ¿Qué chorrada preocupa ahora en los barrios de Atenas: el precio del atún?
–La pregunta está pactada con el Oráculo.
Hilofonte enseñó la bolsa e hizo resonar los mochuelos de oro que portaba, incluso la abrió para que el sacerdote pudiera ver brillar su contenido.
–¿Y la cabra?
No era posible. Hilofonte había olvidado realmente comprar la cabra para el sacrificio. Enfadado y avergonzado, tuvo que renunciar a su puesto y volver a bajar a comprar a las tiendas del camino. Sudoroso, frío, hambriento, con la mirada gacha por el dolor de cabeza, Hilofonte se abrió , torpe y violento, como pudo, paso entre los cuerpos que subían a cientos por el camino, más estrecho que nunca.
De vuelta, atando corto a la cabra, sospechando que alguno se la robaría al primer descuido, fue mascullando de nuevo la pregunta al oráculo: “¿Quién es el mejor sofista de Atenas?”. Pero, al mismo tiempo, su mente divagaba en la más que probable chanza que le espetaría el sacerdote de la entrada, burlándose de él y de su cabra. En su cabeza aparecían posibles respuestas, unas más irónicas, otras más descaradas, a sabiendas de que no le quedaba otra que apechugar en silencio, con decoro y resignación.
Pero la indiferencia del sacerdote lo recibió sin recordarlo, metido como estaba en su vigilancia y en sus listas.
–Por favor, deja aquí esa horrible y asquerosa manta.
Eso fue lo único que enunció, con una seriedad a prueba de toda desobediencia. Hilofonte, en el fondo, lo comprendía. De lo que no se percató suficientemente es de que, al descubrirse, sus ropas mostraban enormes rodales de sudor, mezclado con miel y con agua de la fuente, que empapaban la fina tela de verano que llevaba, cayendo por los sobacos y las ingles, tanto que parecía meado o enfermo. Esta impresión estaba reforzada por la expresión ojerosa y atolondrada del hambriento ateniense. Hilofonte, lo único que sentía era el inexplicable frío que sentía aún sin la manta.
–¡Otro ateniense! –exclamó indignado el sacerdote que estaba a cargo de recibir y comprobar a los consultantes.
Hilofonte recitó todos sus datos y los detalles de la cita, para que el sacerdote lo comprobara.
–¡Que todos los meses tenga que aparecer algún ateniense con sus ocurrencias! Los atenienses creéis que esto es vuestro oráculo local. Mira, detrás de ti está el mundo buscando sabiduría sobre sus inquietudes. ¿Qué chorrada preocupa ahora en los barrios de Atenas: el precio del atún?
–La pregunta está pactada con el Oráculo.
Hilofonte enseñó la bolsa e hizo resonar los mochuelos de oro que portaba, incluso la abrió para que el sacerdote pudiera ver brillar su contenido.
–¿Y la cabra?
No era posible. Hilofonte había olvidado realmente comprar la cabra para el sacrificio. Enfadado y avergonzado, tuvo que renunciar a su puesto y volver a bajar a comprar a las tiendas del camino. Sudoroso, frío, hambriento, con la mirada gacha por el dolor de cabeza, Hilofonte se abrió , torpe y violento, como pudo, paso entre los cuerpos que subían a cientos por el camino, más estrecho que nunca.
De vuelta, atando corto a la cabra, sospechando que alguno se la robaría al primer descuido, fue mascullando de nuevo la pregunta al oráculo: “¿Quién es el mejor sofista de Atenas?”. Pero, al mismo tiempo, su mente divagaba en la más que probable chanza que le espetaría el sacerdote de la entrada, burlándose de él y de su cabra. En su cabeza aparecían posibles respuestas, unas más irónicas, otras más descaradas, a sabiendas de que no le quedaba otra que apechugar en silencio, con decoro y resignación.
Pero la indiferencia del sacerdote lo recibió sin recordarlo, metido como estaba en su vigilancia y en sus listas.
–Por favor, deja aquí esa horrible y asquerosa manta.
Eso fue lo único que enunció, con una seriedad a prueba de toda desobediencia. Hilofonte, en el fondo, lo comprendía. De lo que no se percató suficientemente es de que, al descubrirse, sus ropas mostraban enormes rodales de sudor, mezclado con miel y con agua de la fuente, que empapaban la fina tela de verano que llevaba, cayendo por los sobacos y las ingles, tanto que parecía meado o enfermo. Esta impresión estaba reforzada por la expresión ojerosa y atolondrada del hambriento ateniense. Hilofonte, lo único que sentía era el inexplicable frío que sentía aún sin la manta.
1 comentario:
Creo ver en Hilofonte una cierta tendencia noble hacia el comercio. Nada que objetar. Ellos han sido nuestra mejor ilusión.
Salud
Francesc Cornadó
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