lunes, 29 de noviembre de 2010

III
.....Tienes que desacostumbrarlos.
.....Tomás había acogido a esos dos hurones, que por alguna razón se empeñaron en seguirlos. Al principio, les daba trozos de pan o chacina. De esa manera, y con juegos simples, en los momentos de descanso, consiguió hacerse entender por ellos. Respondían a sus nombres, Hugin y Munin, iban en una dirección o otra, por allí, se escondían, aquí, se paraban en seco, y alguna otra gracia, en una complicidad que parodiaba la obediencia. Louis lo toleraba. En unos pocos días eran cinco compañeros de viaje, y los animalitos recibían una consideración poco diferente a la de los niños.
.....Pero eran mucho más pequeños y mucho más resistentes. La naturaleza estaba a su disposición mucho más que para los gigantes que los guiaban. Así que, siguiendo las indicaciones de Louis, Tomás no les daba cada vez más que unos trocitos de cecina, no más grandes que una lenteja, cada vez que tenía que felicitarles por su buen entendimiento o alguna buena actuación. Y, como compensación, le añadía alguna afectuosa carantoña, siempre devuelta por los hurones.
.....El camino, no obstante, se volvió más largo y desierto de lo esperado. Las lentejas escaseaban tanto como proliferaran las palabras. Sólo el cariño permanecía invariable en esa balanza. Así que, para cualquier otro, resultaba todo un milagro que esas dos alimañas tuvieran un trato tan animado con unos gigantes que ni les protegían ni les alimentaban.
.....Durante el día, se les intuía apartados del camino. Con una previsión casi mágica, aparecían poco antes de que el cansancio avisara al criterio de Louis. Antes de que se cerrara la noche, Tomás jugaba con los hurones al tiempo que encendía un hogar. Nuria renovaba totalmente concentrada las vendas del soldado; curaba la herida con un rigor más que profesional. Entre tanto, los pensamientos de Louis se detenían, hipnotizados por el respeto que Tomás insuflaba en los dos inquietos hurones. Hasta que Hugin y Munin, acurrucados uno con otro, se dormían.