domingo, 12 de octubre de 2014

Cada vez que entraba en alguna cafetería me significaba ella. Elegir una mesa, sentarme en la mesa mientras ella se sentaba, y así en todas las cafeterías de todas las ciudades. El olor a café. Mientras hablaban conmigo, sospechaba que se daban cuenta, incluso los recién conocidos, de que en mi mente los escuchaba con ella (que la reconocían y entonces por un instante me consumían los celos). Que su tintineo de la cucharilla en la taza era el tintineo de ella en la taza de ella.
Llegó un momento en que cuando caminaba por las calles, sentía que me dirigía hacia alguna cafetería. Esto no era del todo irreal, pues, tarde o temprano acabaría en alguna con alguno, con alguna, pero con ella. Curiosamente, volví a la cafetería en cuestión, pero no me decía nada distinto, no notaba allí nada especial con respecto a las demás. Por alguna razón, había marcado el significante cafetería y me estaba estructurando.
Luego, en la calle, me costaba mucho trabajo saber si me dirigía hacia una cafetería o si había salido. Si caminaba a su encuentro o acababa de perderla. Mi corazón transitaba en el laberinto de una sola calle perpetua entre la primera cita y la última.