lunes, 12 de enero de 2015

AQUILES Y LA TORTUGA. IX de XV

En las montañas, lejos de todo lenguaje, rumiaba sus propias sensaciones, su memoria y sus pensamientos.
Había comprado nuevas trampas que desplegó por el bosque. Cuando recogió la primera pieza, comprobó el cuerpo inerte de un castor. ¿Qué es lo que había matado? Se imaginó a sí mismo, como castor, atrapado en la trampa. Ese castor tampoco podría sentir su propia muerte, ¿o sí? Así pues, ¿qué era lo que tenía entre manos?
Recordaba el estúpido temor que los hombres exorcizaban con su aburrido lenguaje. Sólo querían ver la piel del castor, no al castor muriendo mientras habla. Y sin embargo, no es posible, porque él sabía que era indestructible: mientras sienten y mientras hablan no hay final. Pero él también se sentía herido y muriendo.
Pensó en acabar con todo y dejarse morir de frío en la montaña o acabar rápidamente con un cuchillo. Pero inmediatamente recordaba que eso no bastaba. Él era indestructible, y hasta ese imposible último momento seguiría sintiendo ese mismo dolor, esa misma insuficiencia, esa misma muerte royéndole. Nada acabaría.

AQUILES Y LA TORTUGA. VIII de XV

Aquiles arrastraba en su pensamiento la herida de un profundo abandono.
Ninguna otra amante consiguió mitigar esa deuda. Buscaba pon pasión el momento crucial en el que ese abandono desparecía entre unos brazos, en una conversación. Atendía desesperado cada gesto que le devolviera un instante de autenticidad. Iba de labio en labio, no ya entusiasmado, sino frustrado siempre.
Intentó explicar su dolor, como siempre había explicado su pasión, pero las mujeres querían vivir con él lo que fuera que fuera y no lo ayudaban a comprenderlo ni a mitigarlo. Intentó explicarlo con precaución y cuidado a los hombres. Le aburría el lenguaje de los hombres.
La ciudad entera resultó insuficiente y decidió marcharse.