lunes, 31 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (h- "final de la jornada")

     Así que cuando Sócrates volvió a casa, tuvo la sensación de que el asunto definitivamente se había desmadrado. Los que antes lo miraban mal se iban a convertir en auténticos enemigos. Todo por la notoriedad de aquella sanción pública que le había otorgado el oráculo. O solo por un encuentro fortuito, un cruce entre el camino occidental de Atenas y el hábito de Sócrates de componer canciones bajo las encinas.
     –Ya te decía yo –le recriminó Jantipa– que acabarías trayendo el desastre a esta casa, con tanto incordiar a la gente.
     –No te burles, que el asunto está crítico. La política se está volviendo violenta y a cualquiera le vengo bien para desviar sus culpas. ¡Con estos voy a acabar en prisión!
     –¡Cómo van a meter preso al hombre más sabio de Atenas! –replicó Jantipa mientras buscaba desesperadamente algo pesado que lanzar a la cara de Sócrates.
     –Pero, ¿y si me meten preso?

domingo, 30 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (g- "turno de réplica")

     Entonces tronó la voz autoritaria de Critias, acallando a los presentes:
     –Por mucho que las palabras de este liante retuerzan la cuestión, me niego a aceptar que Sócrates se coloque al mismo nivel de sabiduría que un maestro acreditado.
     –¡Me comprometo a ir al oráculo! ¡Me comprometo! Veremos si se cumple el vaticinio de Sócrates.
     Y una vez más volvió la aclamación: “¡Sócrates! ¡Sócrates!”, esta vez aderezada por un más avivado “¡Querefonte! ¡Querefonte!”
     –Critias, veo que estás de acuerdo conmigo en que no debemos hacer caso a estos enunciados del oráculo.
     –Sócrates, tú y tu demonio no me engatusan. Que nadie piense que yo admito desobedecer al oráculo.
     –¿Quién ha dicho eso? Yo desconfío de estas, estas sentencias, no del oráculo. El oráculo propone enigmas, nunca habla claro. En cambio, estas frases, que parecen tan serias y rotundas, no esconden verdad alguna. Les falta el humor de los dioses.
     –Pero si se cumple tu vaticinio sobre el oráculo, todos sabrán que el oráculo ha dicho que no hay nadie más sabio que tú.
     –En ese caso, ve tú al oráculo y pregunta si hay alguien más sabio que Critias.
     –No admito tus juegos. Sócrates. No tengo por qué rebajarme a la opinión de fabuladores. Mis discursos están ahí, mis discípulos me avalan, mi conocimiento está alcance de quien quiera ponerlo en duda. Pero, ¿qué harás tú, Sócrates, cuando el oráculo te sitúe entre los sabios de Grecia? ¿Asumirás tu papel o seguirás incordiando por las calles como si no tuvieras responsabilidad alguna?
     Acorralado como estaba por la amenaza de Critias, Sócrates quiso zafarse del asunto a la desesperada.
     –¡Vale, pues, admitámoslo! Yo soy el más sabio. Nadie más sabio que yo. Como sea. Si es así, estoy dispuesto a comprobarlo o a desmentirlo. Ahora: estará en juego la veracidad de los dioses. Iré a la casa de todos y cada uno de los sofistas de esta ciudad y veremos si cada cual es tan sabio como dice. Te aseguro que será la tuya, Critias, la primera casa que visitaré. Será tarea de vuestra sabiduría, la tuya y la de los otros “sofistas”, desmentir las palabras del oráculo.
     Otra vez la aclamación: “¡Sócrates! ¡Sócrates!”
     –Esta ciudad no va a permitir que te tomes a pitorreo a los dioses.
     –Sois vosotros los que sacáis las cosas de quicio. ¿Qué culpa tengo yo de vuestra ignorancia? Vosotros que os negáis a admitir que mis razonamientos hagan mella alguna en vuestro saber.

sábado, 29 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (f- "Sócrates se defiende")

     Sócrates quiso una vez más aportar algo de luz a la cuestión, que alejara de sí las sospechas:
     –¿Y si esas no fueron exactamente las palabras del oráculo? ¿Y si algún termino del enunciado se nos escapa? Hilofonte dijo que esta vez las palabras de la pitia habían sido claras, pero normalmente suele ser un galimatías incoherente. Después, las sentencias de los sacerdotes suelen ser confusas; su exactitud se basa en guardar escrupulosamente la ambigüedad. Hilofonte ha perdido la lámina con la sentencia...
Entonces se levantó Querefonte con su rotundidad habitual e interrumpió su perorata:
     –Yo estoy dispuesto a volver a Delfos y preguntar en el oráculo del mes que viene si hay alguien que sea más sabio que Sócrates. Así, claramente, sin que haya lugar a dudas.
Sócrates vio en la efusividad de su amigo un nuevo revés para salir bien parado de aquella historia.
     –Por favor, Querefonte, ya no tienes edad para un viaje así.
     –¡Me comprometo!
     Dio un grito enorme que fue respondido por una aclamación general entre todos los muchachos que asistían divertidos al debate. Sócrates intentó, aún así, disuadirlo:
     –Pero yo puedo decirte cuáles van a ser las palabras del oráculo: “Nadie en toda Grecia es más sabio que Sócrates”.
     –Entonces tú mismo lo admites.
     –No, sólo predigo lo que dirá el oráculo.
     –Ahora Sócrates habla en nombre de Apolo.
     Sócrates buscó entre todos los presentes a aquel que había lanzado esa puya.
     –Si piensas como yo, también llegarías a esa conclusión.
     –¿Cómo es el asunto?
     –Vamos a ver: tú, como todo griego, conoces la inscripción a la puerta del templo de Apolo, ¿cierto?
     –Cierto.
     –Esa inscripción nos ordena claramente “conócete a ti mismo”, lo cual presupone una ignorancia previa sobre uno mismo.
     –No veo por qué.
     –Vamos a ver: cuando le ordenas a alguien que siembre unas semillas, ¿es porque las semillas ya han sido sembradas?
     –No.
     –Cuando le pedimos a alguien que talle una estatua, ¿la estatua estaba ya tallada de antemano?
     –No.
     Conociendo el juego, un coro de jóvenes empezaba a acompañar cada “no” con creciente entusiasmo.
     –Cuando le pedimos a alguien que llene un cántaro, ¿ha sido el cántaro previamente llenado?
     –¡Noooo!
     –Entonces, cuando pedimos a alguien que conozca un asunto, ¿es cuando previamente ya lo conoce?
     –¡Noooo!
     –Siendo, pues, que el oráculo pide a cada uno que se conozca a sí mismo, es que cada uno conlleva una profunda ignorancia de sí mismo. Siendo de esta manera, ¿puedo ser yo más sabio que tú si tú sabes más de mí mismo que yo?
     –No, de ninguna manera.
     –¿Y puedes ser tú más sabio que yo, si sabiendo más que yo que yo mismo, ignoras de ti mismo lo que yo sí podría saber? Observa, antes de responder que el oráculo nada objeta sobre el conocimiento que pudiéramos tener sobre los demás, y que aquí estamos razonando qué diría el oráculo, y no cuál es la verdad de las cosas.
     –Pues no.
     –Entonces, ninguno de los dos sería el más sabio.
    Otra vez con el coro.
     –¡Noooo!
     –¿Y habría un tercero que pudiera ser más sabio que nosotros, ignorando sobre sí mismo aquello que nosotros sí podríamos saber?
     –¡Noooo!
     –Entonces, siendo así en cada caso, no podríamos encontrar a nadie que, siendo ignorante de sí mismo, pueda ser más sabio que otro. Por lo tanto, tampoco nadie más sabio que Sócrates.
     El griterío fue descomunal. Algunos se quejaban sonoramente de la soberbia del viejo, pero los más lo aclamaban y vitoreaban. Sócrates continuó, alzando la voz sobre el griterío:
     –Esto, por supuesto, a no ser que el personaje en cuestión no conozca la inscripción del templo. Como nadie educado en Grecia desconoce esa inscripción, hemos de deducir que si hay algún hombre más sabio que otro griego, no puede ser otro griego, sino un bárbaro.
     Entonces estalló el éxtasis colectivo. Los jóvenes estaban fuera de sí: gritaban y saltaban empujándose unos a otros, miraban con sorna la expresión cariacontecida de sus compungidos maestros y se sumaban al coro general “¡Sócrates! ¡Sócrates!”

viernes, 28 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (e-"palabras exactas")

     Se armó un pequeño revuelo de réplicas y comentarios.
     –Hilofonte dijo que el oráculo nombró a Sócrates como el más sabio.
     –Dinos Hilofonte, ¿fue eso o no lo que te dijo el oráculo?
     Hilofonte, superado por las circunstancias no sabía qué decir que no contrariara a un grupo o a otro. Tampoco quería herir a Sócrates, pero no sabía claramente qué sentía el viejo.
     –No recuerdo las palabras exactas... dijo que tú eras el más sabio.
     –¿Yo?
     –¡Ahora dice que Trasímaco es el más sabio!
     Sócrates intuyó la raíz del problema.
     –Creo que la frase del oráculo es “tú eres el más sabio”, por lo que cada uno se siente apelado como el más sabio.
     –Yo estaba allí cuando habló con Sócrates, y dijo clara mente que Sócrates era el más sabio. Dijo: “tú, Sócrates, eres el más sabio”.
     Sócrates se dirigió a Hilofonte y con el tono más amable que le permitía su acento incordiante le interrogó:
     –Acláranos, Hilofonte, ¿qué dijo realmente es oráculo?
     –No lo sé...
     –Está claro que él no es el más sabio.
     Una ola de carcajadas inquietó a la multitud. Hilofonte intentó reaccionar, pero se derrotó a sí mismo al estar en evidencia:
     –Yo sólo sé... que no sé nada.
     –Inteligente respuesta. ¿A ver si vas a ser tú de veras el más sabio?
     Con esta frase, Sócrates pretendía quitar algo de gravedad al asunto. Pero ese momento lo aprovechó Querefonte para avivar más el fuego.
     –Aunque “tú eres el más sabio” se refiera a cualquiera, el caso es que Hilofonte se encontró contigo. Apolo sabía esto. Sabía que Hilofonte buscaba maestro para su hijo y sabía que se toparía contigo al volver a Atenas.
     –Eso no demuestra que la interpretación sea válida. Son suposiciones tuyas. No podemos saber qué es lo que se proponía realmente Apolo. El mismo Sócrates ha señalado la posibilidad de que Hilofonte sea el más sabio.

jueves, 27 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (d- "debate en la calle")

     Él mismo abrió la puerta y se encontró la inconfundible figura del viejo Querefonte, que jadeaba apoyándose en las jambas.
     –¿Qué te pasa, amigo? ¿Vienes a dejarme tu último resuello? ¿Cómo se te ocurre plantarte así en mi casa?
     Querefonte apenas podía sacar el aire para sus palabras.
     –Media ciudad viene para acá. He querido llegar el primero.
     –¡Cómo va a ser media ciudad!
     –¡Amigo mío, por fin los dioses han reconocido que eres el más sabio!
     El enunciado de Querefonte era, sin duda, exagerado, pues menos de la mitad de la mitad de Atenas sentía verdadero interés por la educación pública, la física y la retórica; sin embargo, ningún otro era más fiel a la avalancha de gente que, como un hormiguero en revolución, llenaba las calles, adoptando como centro la casa de Sócrates. En realidad era una aluvión de jóvenes admiradores y sus amigos, que arrastraban consigo a familiares y maestros.
     –¡Sócrates!
     –¿Cómo es eso de que eres el más sabio?
     –¡Demuéstranos que eres el más sabio?
     Y voces de este tenor se hacían eco mucho antes de llegar a la puerta de la casa. Allí, Jantipa ya contemplaba con enfado la escena.
     –Si toda esta gente piensa que va a sacar algo de aquí, díselo muy claramente, Sócrates: esta no es casa de banquetes.
     Así que Sócrates llevó a la muchedumbre a la plaza de al lado, apenas un cruce entre dos calles. Las cabezas se apretaban en las cuatro direcciones. A veces, el gentío se abría para dar paso a algún reputado sofista que llegaba al centro de la discusión. El debate giraba en torno a la desconcertante noticia que desgarraba las opiniones entre la natural incredulidad y la forzada aceptación de la sentencia del oráculo.
    –Tiene que haber algún error en todo esto.
     –No podemos dudar del oráculo. Sería como acusar a Apolo de ignorar o, peor, de mentir.
     –Pero lo que dice Sócrates es verdad. Este viejo no sólo no sabe nada, sino que ni siquiera permite que nadie lo sepa. Con él todo son tergiversaciones y dudas.
     –En efecto, os hago dudar, de aquello que son creencias fundadas en nubes.
     –Y para ti, ¿qué no se fundamenta en nubes? Tú mismo dudas de la veracidad del oráculo. ¿Acaso vas a decir que los dioses también están en las nubes?
     –Pero mirad cómo estáis de acuerdo conmigo: no soy tutor de nadie, no saco provecho alguno de mis discusiones, discuto porque no comprendo las cosas que decís, por mucho que vengan de vuestros maestros, muy reputados... ¿qué culpa tengo de que mi ignorancia sea contagiosa? No me cuadra su edificio de saber en mi manera de ver las cosas.
     –Pero es muy simple. Si Sócrates tiene razón, el oráculo se equivoca. Sócrates sería entonces más sabio que el oráculo, más sabio que Apolo. Nadie más en Atenas se atrevería a ser más sabio que Apolo. Este viejo sí que es capaz de creer que Apolo es, no menos sabio, sino, al menos, tan ignorante como él. Por otro lado, si Sócrates se equivoca, el oráculo tiene razón y es el más sabio entre nosotros. Y el más sabio entre nosotros, bien puede equivocarse en esto.
     –Pero si él, que no se considera sabio, se equivoca, siendo el más sabio; nosotros tendríamos razón, y seríamos, al menos en esto, más sabios que Sócrates.
     –¡Yo siempre lo he dicho! Sócrates es más sabio que ninguno, petulantes pedagogos...
     Sócrates tuvo que cortar el enervado entusiasmo de su amigo Querefonte.
     –Yo no digo que el oráculo se equivoque. Somo nosotros los que tergiversemos las cosas.
     –Tú tergiversas las cosas con tu forma de hablar.
     –Dijo un sofista.

miércoles, 26 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (c- "Jantipa en casa")

     Los dos vecinos no dejaron que siguiera la conversación. Se despidieron de Sócrates e Hilofonte y se dirigieron a la ciudad.
     –A ver en qué lío me estás metiendo.
     –Lo siento, Sócrates. Así son las cosas.
     –Con todo el asunto, se me ha olvidado mi himno.
     –Ya compondrás otro.
     –Otro; pero no este.
     –Realmente eres sabio.
     Hilofonte empezaba a estar convencido de la sabiduría de Sócrates. El incordiante tonillo del viejo parecía dar a la frase más trivial una dimensión lógica profunda. Se despidió del sofista, contento de aquel encuentro que el Destino había concertado para esclarecer la sentencia del oráculo.
     Sócrates, por su parte, se fue para su casa, contrariado y pensando en las implicaciones de aquel mensaje del oráculo. Al llegar, encontró a su mujer en el patio, desplumando una gallina, con la cara bien compuesta ya en esa expresión característica suya, de princesa obligada a realizar tareas de criada.
     –¿Ya has vuelto de vaguear? Seguro que has estado por ahí tirado con tus versos. Al menos, ¿no habrás estado discutiendo con nadie? Te sienta muy mal y luego no me dejas dormir, toda la noche oyendo tus paseos y tus ruidos.
     –Me he encontrado a Hilofonte, que volvía de Delfos.
     –Ya lo sabía yo. ¿Y ha encontrado maestro para su hijo?
     –El oráculo le ha dicho que yo soy el hombre más sabio de Atenas.
     Jantipa le lanzó con fuerza la gallina ya casi desplumada, que se estampó de frente en toda la cara de Sócrates.
     –¡Cómo no ibas a ser tú el más sabio!
     –¿Quién si no el más sabio podría estar casado contigo, Jantipa?
     Esa fue toda la respuesta que le dio el viejo Sócrates.
     –¿Quiere esto decir que Hilofonte te va a pagar para que le des clases a su hijo o no?
     –Y ahora que lo he dicho en voz alta, algo no me suena bien en todo esto.
      Poco más pudo desarrollarse la conversación, porque estaban llamando a la puerta. La noticia sobre la sanción del oráculo se había extendido por la ciudad mucho más veloz que los pasos del viejo soldado. Daban golpes en la puerta y llamaban con urgencia: “¡Sócrates, Sócrates!”

martes, 25 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (b- "tú el más sabio")

     En estas, se acercó una pareja de vecinos, que volvían de vuelta del campo, espuertas y aparejos en la mano. Saludaron a Sócrates y a Hilofonte y también preguntaron a este por el resultado de su viaje. Hilofonte estaba nervioso e incómodo, aún más por intentar disimularlo. Se había topado con el primer sofista antes siquiera de entrar en la ciudad y quería atinar con la manera de abordar su inquisisción.
      –¿No es cierto que querías consultar quién ha de ser el mejor sofista para educar a tu hijo? –dijo uno de los vecinos.
     –Así es.
Sócrates en seguida quiso tomar protagonismo en la conversación:
     –¡Muy buena cuestión la que has planteado al oráculo! En la educación del niño está el destino del hombre. ¿Y quién te ha recomendado el oráculo?
     Entonces fue cuando Hilofonte buscó la manera más perspicaz de medir la respuesta del propio Sócrates, a sabiendas de que el viejo apenas cobraba nada por sus clases, que simplemente se dejaba perseguir por los jovenzuelos.
     –Pues el oráculo ha dicho que tú eres el más sabio de Atenas.
     Sócrates se mostró molesto porque le adjudicaran a él el puesto que tanto pretendía criticar.
     –Pero eso no puede ser.
     –Venga, Sócrates, tú, con tu falsa humildad, ¿vas a poner en duda hasta las palabras de Apolo?
     –No me atrevería a cuestionar las palabras de Apolo, pero sí desconfío de mis pobres oídos. Es obvio que mis orejas mortales no han entendido bien, y si hay algún mortal entre los presentes es posible que tampoco haya entendido bien el lenguaje de los dioses.
     –¡Ya está, ya se ha puesto fino!
     El mismo vecino quiso zanjar la cuestión.
     –Vamos a ver, Hilofonte: dinos claramente lo que dijo el oráculo.
     Pero Sócrates insistió en puntualizar, en aras del rigor explicativo:
     –¿Dijo exactamente que yo era el más sabio?
     –Dijo que tú eras el más sabio de Atenas.
     –¿Ves Sócrates? No pretendas engañarnos más con tus aires de confusión y despiste. Aquí nadie hay más listo que tú. Eso se sabía. Lo que no se sabe es lo que haces realmente.
     –Por favor. No hay más en mí, que lo que se ve. El resto lo inventáis vosotros.
     –Vamos, vamos. Está claro que no has podido llegar a viejo con tus tallas. Ni tus figuras ni tus canciones las quiere nadie. Dices que no cobras, pero vives de engatusar a los ricos y a los hijos de los ricos. Pero ya se ha destapado todo. El oráculo de Apolo lo ha dicho claramente: Sócrates es el más listo.
     –Creo que no esas no han sido las palabras exactas del oráculo –siguió rebatiendo Sócrates.
     –Bueno: “Sócrates es el más sabio de Atenas”. A ver si a partir de ahora la gente te pide abiertamente la tasa de sofista que recibes, a ver si empiezas a declarar tus gastos.
     –Se acabó eso de pasearte con la capa vieja esa...

lunes, 24 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (a- "Hilofonte saluda a Sócrates")

Hilofonte se acercaba meditabundo a las afueras de Atenas. No sabía muy bien cómo presentar a su círculo la respuesta del oráculo. De tanto mirar la tablilla, se había rallado la lámina de metal y la anotación se había vuelto ilegible. De tanto pensarla, las palabras exactas del oráculo se difuminaban, y unas veces aparecían en la imaginación de Hilofonte con un enunciado y otras con otro. De lo que sí se había convencido es de que el oráculo, al decir tú eres el más sabio” no se refería expresamente a “él”, pues entonces, al pensarlo, el enunciado cambiaba. No se trataba de que “él (yo) fuera el más sabio”. Tenía, pues, que tratarlo como una permanente interpelación al otro, en busca del auténtico maestro.
     En estas, al primer ciudadano que encontró fue a Sócrates, que se encogía a la sombra de una encina. Hipócrates no se extrañó, conocido el gusto del viejo sofista por retirarse a las afueras, lejos de las obligaciones cotidianas. Cuando llegó hasta él lo encontró ensimismado, garabateando en el barro sus ocurrencias.
     –¡Cómo no, Sócrates: siempre escribiendo!
     –¡Hombre, Hilofonte! Ya sabes, un pequeño himno. Lo tengo casi terminado. ¿Quieres que te lo cante?
     –¡No, por favor! Esperemos a que lo tengas terminado y encuentres mejor intérprete.
     –Ya sabes que nadie quiere cantar mis canciones. Y a mí se me terminan olvidando.
     –No entiendo cómo sigues empeñado.
     –Es un vicio que tengo. Mi geniecillo me lo dice una y otra vez: “escribe, escribe, ¡haz música!”; pero los dioses me negaron una voz agradable.
     –Cierto.
     –Compensaron mi incómoda elocución con una facilidad de palabra.
     –Desde luego.
     –¡Por cierto!, ¿qué tal tu visita al oráculo? ¿Has quedado satisfecho?
     –En absoluto. La respuesta me ha generado más inquietud que conocimiento.
     –Ya sabes que esos sacerdotes interpretan los gruñidos de la niña de la manera más ambigua posible.
     –Esta vez las palabras de la pitia han sido realmente claras.

domingo, 23 de octubre de 2016

I. La solemnidad del oráculo (g- "final de la anábasis")

     El sacerdote le dio a Hilofonte una lámina de metal en la que había grabado el oráculo de la pitia: “¿Y si tú eres el más sabio?”. Apremió al ateniense a salir, para acabar cuanto antes con aquella situación, que no podía ser muy buena para la reputación del santuario. Hilofonte, incrédulo, miraba la tablilla. Una vez más, la caligrafía era endiablada y el trazo muy débil.
     Confuso y aturdido, siguió subiendo por la vía sacra hacia el teatro y los estadios. Desde allí podía contemplarse toda la ascensión del santuario y las laderas de los montes circundantes. La panorámica era, sin lugar a dudas, impresionante. Detrás de él, los visitantes jugaban a ser atletas y corredores. Alguna que otra vieja gloria gustaba de pasearse, alardeando ante los admiradores, de sus pretéritas victorias. Toda aquella diversión masculina y mundana, detrás, parecía irreal; mientras que el valle que se hundía ante él parecía dar al aire un aspecto sólido, divino, verdadero. Toda aquella experiencia estaba literalmente a sus pies, y con la vista podía recorrer de nuevo el camino serpenteante dentro y fuera del santuario. Podía ubicar cada uno de los avatares. Su cabeza estaba como borracha. Hilofonte no concebía momento más oportuno que ese para desentrañar las palabras del oráculo.
     Es más, durante todo el viaje de vuelta a Atenas, Hilofonte intentaba ubicarse mentalmente en los balcones del templo de Dionisos, y en las vistas del estadio, y en el hipnótico descenso, serpenteando via sacra abajo. Creía que en aquella impresión estaba el auténtico entendimiento de las palabras sagradas. 

sábado, 22 de octubre de 2016

I. La solemnidad del oráculo (f- "el oráculo")

     Cuando entró en el templo, las burlas ya le precedían y, tanto sacerdotes como la pitia, como las otras niñas que aspiraban al puesto, lo recibieron con miradas divertidas y maliciosas, esperando la comprobación de algo que les había sido anunciado con tanta diversión.
     –Formula tu pregunta.
     El sacerdote no pudo atinar con el tono solemne y grave que usaba siempre. La pitia y sus amigas lo notaron, y aprovecharon para dejar escapar las primeras carcajadas. Hilofonte, desconcertado por la situación, miraba embobado a las niñas, sin poder creer su expresión ebria y su desenfado. La boca abierta, cariacontecida, coronando la facha de ese pingajo de hombre sin articular palabra , tirando de sí al cabritillo por una mínima cuerda, avivó aún más el fuego de la risa, que en la pitia tomó la forma de una contorsión histriónica, espasmódica, convulsa.
     –Formula tu pregunta.
     Atosigado, Hilofonte no acertaba ni con las palabras ni con el momento adecuado para ser comprendido con exactitud.
     –¿Quién es el hombre más sabio de Atenas?
     Entonces, la pitia se vio poseída por una risa tan fuerte que casi se cae del trípode. Las carcajadas resonaban en los muros del templo y parecía que iban a oírse por todo el santuario. El sacerdote, entre tanto, tomó la cabra y la degolló ritualmente, riendo también sin intuir el auténtico significado de la risa en la muchacha.
     –¿Es esa la respuesta?
     El pobre Hilofonte no sabía qué pensar. Miraba suplicante al sacerdote. Este, con mucho esfuerzo, repitió la petición del consultante a la pitia.
     –¿Cuál es la respuesta?
     Entre carcajada y carcajada, la muchacha, que apenas atinaba a meterse la correspondiente hoja de laurel en la boca, contestó:
     –¿Y si fueras tú el más sabio de Atenas?
     Y la muchacha siguió dando rienda suelta a sus espasmos jocosos.
     –Ya tienes tu respuesta.
     –Pero eso qué quiere decir. ¿Cuál es la interpretación?
     –Bueno, esta vez las palabras de la pitia han sido extraordinariamente claras. Todos la hemos entendido: “¿Y si fueras tú el más sabio de Atenas?”.
     –¿Pero eso qué quiere decir?
     –¡Pues si no lo sabes tú, que eres el más sabio!
     Esto último lo dijo una de las niñas que reían detrás de la pitia.
     –Pero no puede ser. Esto no me sirve. Yo he venido aquí buscando al mejor sofista para que eduque a mi hijo. Yo no puedo ser el maestro de mi hijo: ya soy su padre. ¿Qué pensarían los demás?
     –Por favor, salga con su respuesta y reflexione.

viernes, 21 de octubre de 2016

I. La solemnidad del oráculo (e- "esperando en la cola")

     Dentro del recinto sagrado, los consultantes abarrotaban de igual manera la vía sacra. Aunque el ambiente era mucho más señorial y relajado que en el camino de acceso, el bullicio se apelotonaba frente a los tesoros, estatuas y templetes. Hilofonte comprobó que los grupos de visitantes le lanzaban miradas fugaces de desaprobación y repugnancia. Él mismo los miraba con desdén, pues claramente se trataba de bárbaros; pero no podía sino sentirse en cierta inferioridad. Por eso, escondió su mirada por las inscripciones talladas en los muros. La letra era pequeña y de una caligrafía incomprensible para él. Decidió apartarse antes de que nadie se diera cuenta de su ignorancia.
     Ascendió deprisa por la curva en pendiente y se topó con la cola que daba acceso a la pitia. Apenas había llegado a la altura del Ónfalos, las jóvenes doncellas de Gea, sentadas en la roca tras la esfinge, empezaron a reírse del aspecto de Hilofonte. Su risa desdmedida y adolescente contagió a los consultantes que hacían cola para el templo. Estos, como intentaban comedir decorosamente sus carcajadas, sentían alimentar aún más la risa. Y ese fue el bochornoso ambiente que tuvo que aguantar el consultante ateniense.
     El jolgorio terminó por estallar ante la puerta del templo. Las palabras inscritas en el frontón, que aludían al conocimiento de uno mismo, cobraban un sentido desternillante enfocado al caso del desastrado ateniense, que no parecía darse cuenta de lo estrafalario de su propio aspecto.

jueves, 20 de octubre de 2016

I. La solemnidad del oráculo (d- "entrada al santuario")

     Ya pegaba con fuerza el sol, aún con menos calor del que aportaba la muchedumbre, cuando Hilofonte consiguió plantarse ante las puertas del recinto sagrado.
     –¡Otro ateniense! –exclamó indignado el sacerdote que estaba a cargo de recibir y comprobar a los consultantes. 
     Hilofonte recitó todos sus datos y los detalles de la cita, para que el sacerdote lo comprobara.
     –¡Que todos los meses tenga que aparecer algún ateniense con sus ocurrencias! Los atenienses creéis que esto es vuestro oráculo local. Mira, detrás de ti está el mundo buscando sabiduría sobre sus inquietudes. ¿Qué chorrada preocupa ahora en los barrios de Atenas: el precio del atún?
     –La pregunta está pactada con el Oráculo.
     Hilofonte enseñó la bolsa e hizo resonar los mochuelos de oro que portaba, incluso la abrió para que el sacerdote pudiera ver brillar su contenido.
     –¿Y la cabra?
     No era posible. Hilofonte había olvidado realmente comprar la cabra para el sacrificio. Enfadado y avergonzado, tuvo que renunciar a su puesto y volver a bajar a comprar a las tiendas del camino. Sudoroso, frío, hambriento, con la mirada gacha por el dolor de cabeza, Hilofonte se abrió , torpe y violento, como pudo, paso entre los cuerpos que subían a cientos por el camino, más estrecho que nunca.
     De vuelta, atando corto a la cabra, sospechando que alguno se la robaría al primer descuido, fue mascullando de nuevo la pregunta al oráculo: “¿Quién es el mejor sofista de Atenas?”. Pero, al mismo tiempo, su mente divagaba en la más que probable chanza que le espetaría el sacerdote de la entrada, burlándose de él y de su cabra. En su cabeza aparecían posibles respuestas, unas más irónicas, otras más descaradas, a sabiendas de que no le quedaba otra que apechugar en silencio, con decoro y resignación.
     Pero la indiferencia del sacerdote lo recibió sin recordarlo, metido como estaba en su vigilancia y en sus listas.
     –Por favor, deja aquí esa horrible y asquerosa manta.
     Eso fue lo único que enunció, con una seriedad a prueba de toda desobediencia. Hilofonte, en el fondo, lo comprendía. De lo que no se percató suficientemente es de que, al descubrirse, sus ropas mostraban enormes rodales de sudor, mezclado con miel y con agua de la fuente, que empapaban la fina tela de verano que llevaba, cayendo por los sobacos y las ingles, tanto que parecía meado o enfermo. Esta impresión estaba reforzada por la expresión ojerosa y atolondrada del hambriento ateniense. Hilofonte, lo único que sentía era el inexplicable frío que sentía aún sin la manta.
 

miércoles, 19 de octubre de 2016

I. La solemnidad del oráculo (c- "Castalia")

     Hilofonte estaba ofuscado y exasperado y cansado ya a tan tempranas horas. Decidió ir directamente a la fuente Castalia y limpiarse con alguno de los veneros aledaños. Por supuesto, no era el único que había tenido esa idea, tomado esa decisión y, ni siquiera, el único que estaba en una situación parecida. No podían contarse los que intentaban limpiar sus ropas y sus caras en los arroyos, bastante pobres después del verano, de todo tipo de manchas y pegotones de vino, cremas, vómitos, orín y suerte varia de excrecencias. Tan desagradable era el espectáculo, que Hilofonte renunció a tal refregamiento comunal y se dirigió sin más a la fuente sagrada.
     –¡Purifícate, por la sangre de Apolo, purifícate!
     Así exclamó indignado al verle un sacerdote, de lo cual pudo deducir Hilofonte qué mal aspecto llevaba. Se arrodilló al borde de la cisterna, poco más limpia que los arroyos que acababa de dejar, y enjuagó sus manos y su rostro. El agua estaba fría como si llegara directamente de las moradas del invierno. Hilofonte se puso a estornudar y una moquera empezó a caerle de las narices como por arte de magia. Y ni por esas sentía, ni mucho menos, haberse limpiado un ápice; sino que había añadido otro surtido de pringue a su adobada capa.
     –Beba el agua del manantial para que los dioses enardezcan su memoria y su elocuencia en el entendimiento del oráculo.
     Pero el manantial era un pobre lametón de agua pegado a la roca, y la poza del manantial, sobre la que persistían pequeñas pompitas, avisaba de futuras diarreas, no precisamente verbales. Con todo, Hilofonte hizo el amago de beber, para no desairar a los sacerdotes ni contrariar a los dioses. Lo que sí masculló entre dientes en el gesto fue la pregunta que había pactado con el oráculo. Hilofonte intentó evocar las palabras exactas: “¿Quién es el mejor sofista de Atenas?”. Y las fue repitiendo mentalmente, como una letanía, mientras se alejaba, por si aquellas aguas burbujeantes no descendían de los hielos del Parnaso sino que se escaparan de las ocultas corrientes del Leteo.
 

martes, 18 de octubre de 2016

I. La solemnidad del oráculo (b- "bullicio")

     Hilofonte, que sentía sus piernas temblar de frío y de esfuerzo, su estómago crujir de hambre y sus hombros sudar bajo la capa. Se acercó a uno de los puestos, que vendía hojaldres de miel, y compró tres piezas. Como le empujaran justo en el momento en el que se echaba mano a la bolsa, cuidó bien de palparse para comprobar que no le faltaba nada, y aún derramó varias miradas a su redonda, en busca de sospechosos ladrones.
     El pastelero, que le intuyó las intenciones, le comentó:
     –Si buscas pintas de ladrón, no encontrarás ninguna como la tuya...
     –No esperaba este frío, así que tuve que apañarme con lo que tenía.
     –No, si te comprendo. Prefiero esto que los emperifollos que traen algunos al oráculo. Ya sabes, hay que exhibirse. Ahora, es posible que no te dejen entrar con esa piel de cabra.
     –Ya tengo concertada la cita.
     –Son muy tiquismiquis.
     –¿Acaso no está ahora Dionisos en el monte? Lo juraría, al ver el panorama.
     –No, no; estamos aún en temporada de Apolo.
     –¿Y Apolo permite todo esto? Seguro que te equivocas.
     –No, fíjate.
     Y el pastelero sacó una tablilla de cerámica, en la que tenía todo el año grabado, con sus días señalados y, muy bien precisados, las fechas emblemáticas y los meses que le correspondían a cada dios. El pastelero, con una pasión del todo fuera de lugar, le explicó detalladamente el significado de cada anotación, de cada marca, sin limitarse a justificar su primera respuesta. Hilofonte no quería ser descortés con quien acababa de atenderle tan amablemente; pero empezó a dudar de su honestidad y volvió a palparse sus pertenencias.
     Finalmente, cuando por fin pudo escaparse de aquella disertación sobre las efemérides delfinas, comprobó que el camino al recinto sagrado se había apretado como media Asia y África entera. Entre maldiciones, para dar tres pasos seguidos tenía que deslizarse hombro con hombro con la gente que lo rodeaba y fluía en una antinatural ascensión, sorteando tenderos y clientes. Al mismo tiempo, Hilofonte, no sabía cómo, hacía lo posible por comerse los pasteles de miel sin tropezar con nadie. Así, si se concentraba en el bocado se veía obligado a dejar de andar; si buscaba cómo abrirse paso, no podía comer. Con los pasteles en una mano y con el dulce a medio comer en la otra, se contorsionaba para salir a algún espacio más abierto. No pudo ser: en un envite que no vio venir, aplastó los pasteles contra uno de los viandantes. El otro no se dio ni cuenta de que se llevaba media plasta de miel en sus ropas; pero la mayor parte del estropicio estaba en la capa de cabra del propio Hilofonte, con gruesos churretones viscosos de hojaldre que ya se estaban emborrizando de polvo, en el sucesivo chocar de unos y de otros.

lunes, 17 de octubre de 2016

I. La solemnidad del oráculo (a- "anábasis")

Como el frío arreciaba en el desfiladero, terminando como iba el verano, Hilofonte decidió arroparse con una manta de piel de cabra. Aquella noche había dormido mal. Delfos era un hervidero de peregrinos que curaban su impaciencia o su frustración, por la expectativa del oráculo o por su confusa respuesta, pasando la noche entre vinos, cervezas y aguardientes. Cada uno presumía del licor de su país, cuya tierra eras siempre la más amable y sus problemas los más irresolubles. En el mismo albergue en el que Hilofonte había tenido que pasar aquellas tres noches, se apiñaban una veintena de huéspedes. Los más roncaban de cansancio; los menos, temerosos de los dioses, hablaban solos, tenían movimientos nerviosos y se enfadaban unos a otros. Por todo ello, y por el deseo de llegar a buena hora, salió tan temprano Hilofonte, cuando aún no había amanecido y los helados avisos de las auroras otoñales se adelantaban al camino.
     Justo antes de salir de la ciudad –si ciudad era aquella amalgama de albergues y tabernas– un guardaespaldas de alguna rica comitiva llamó violentamente la atención de Hilofonte, cuyo aspecto, huraño, ojeroso, encogido, tapado por completo por su capa de cabra y su gorro de piel, hubiera atemorizado a cualquier Teseo. Sin embargo, Hilofonte, más consciente de su propia intención que de su aspecto, recibió mal la inquietud del soldado. Éste se empeñó en cachearle. Ni siquiera era más alto que él, aunque sí más fuerte, y lo interrogaba en un griego imposible para él a esas horas. Así que, cuando consiguió zafarse del escolta, Hilofonte enfiló el camino de subida al recinto sagrado a toda prisa.
     Caminaba con larga zancada, por el enfado que le había generado el soldado. Se molestó, además, porque había mucha más gente de lo que esperaba haciendo el camino a esas horas; lo cual rápidamente atribuyó al retraso que le había provocado el mismo guardia, por leve que fuera. Esa zancada larga, que al principio le permitía adelantar a cualquiera con quien se iba topando, le hizo agotarse pronto. El frío y la mala noche, la deficiente cena y el nulo desayuno, la empinada cuesta del camino, se le cargaron en las piernas. Tuvo que presenciar con desolación cómo volvían a pasarle, uno tras otro, aquellos a quienes había adelantado, mientras él se paraba una y otra vez, a coger el aliento.
     Mucho antes de lo que esperaba, vino a oír el bullicio de la entrada, los puestos de los comerciantes con su vocerío, anunciando sus tallas, sus cabras, sus bocadillos. Tres días antes, para la primera entrevista con los sacerdotes, ya le había sorprendido la gran cantidad de negocio; pero el día del oráculo parecía que aquel era literalmente el ombligo del mundo, a través del cual se nutría la humanidad entera. Los mismos borrachos que a la noche pululaban por Delfos estaban allí ya, multiplicados por cientos, a los bordes del camino, repartidos por las laderas del monte, bebiendo, riendo, llorando. Algunos esperaban con sus propias tiendas, pequeñitas, austeras, con sus guisos. Muchos llevaban horas jugando a dados y tabas, ganando y perdiendo fortunas. Las prostitutas eran aún más numerosas y atrevidas; apenas se habían recompuesto del cliente anterior, ya asaltaban al viajero, borrachas también. Entre toda la turba, a veces, se abría paso alguna señorial comitiva con portadores y escoltas a caballo. Entonces, la gente tenía que apretarse para permitir su paso apabullante y sus gestos de despectiva indiferencia. Todo bajo un denso bosque de voces bárbaras que rebotaban en el monte.

domingo, 16 de octubre de 2016

Parpadeos y recuerdos

Érase un momento de destrucción, pero quién sabe.
Hefesto en el Etna ordena a los cíclopes agotados.
Desde Faro aún molestan las cenizas de la Biblioteca.
Gregorio apuntilla las calendas del suelo de Roma.
Las hordas extienden un paréntesis en la estepa sin nombre.
Percy, Mary, Byron, el frío, el hombre y Napoleón.
El Atlas tira del nudo entre emigrantes y turistas
con las columnas
de Hércules. Pronto
Andrómeda dará por concluido su tango con esta
mancha de leche.

sábado, 15 de octubre de 2016

Endurecido

Lo humano es un mito
del que otros hacen
religión.
A mí me acusan
(ese me acusa, ese yo
me acusa) de despreciar
lo humano en pro
de la persona. Pero
la persona es un mito.

Salmodia vas ha hacer de sus ideas,
pregunto entre el acero y los cimientos,
¿salmodia vas a hacer de sus ideas?
como un perro sin hora en el balcón
que ladra sin parar en estos tiempos.

La persona es un mito
del que pocos hacen
religión. A mí me
acusan (ese me
acusa, ese yo me
acusa) de despreciar
la persona en pro
de lo humano. Pero
lo humano es un mito.

viernes, 14 de octubre de 2016

Nuestra vieja realidad

real1
[Del latín tardío reālis, y este deriva del laín res, rei 'cosa']
1. adj. Que tiene existencia objetiva.

real2
[Del latín regālis]
1. adj. Perteneciente o relativo al rey o a la realeza.
8. m. Moneda con diverso valor y factura según épocas y lugares.

real3
[Del árabe hispánico ra ál 'majada', 'aldea', y este del árabe clásico ra l 'punto de acampada', influido por real2]
1. m. Campamento de un ejército, y especialmente el lugar donde está la tienda del rey o general.
2. m. Campo donde se celebra una feria.

   Pero no nos perdemos
en la polisemia,
porque no lo nombramos,
   ni nos nombramos 
en la pérdida,
porque no lo polisentimos,    ni nos polisentimos
en los nombres,
porque no lo perdemos;
   pero tampoco nos perdemos
en los nombres,
porque no lo polisentimos,
   ni nos nombramos 
en la polisemia,
porque no lo perdemos,
   ni nos polisentimos
en la pérdida,
porque no lo nombramos.

jueves, 13 de octubre de 2016

Nuestra vieja libertad

Si es auténticamente libre,
de la libertad no podríamos saber hablar.

Me dices: "entonces la libertad está
en la ignorancia". Pero eso no parece
muy libre. Que tenga que 
estar ahí. Y ahí ya estamos
hablando de ella.

"Entonces" -me dices- "qué podemos
hablar que sí sea libre, si de ella no".
Bueno, es posible
que haya cosas libres pero que hablar
de la libertad sea una ficción, no
real.

Por ejemplo: (conclusión o hipótesis)
la ficción es libre.

¿La ficción es libre?

miércoles, 12 de octubre de 2016

Repertorio alegórico poco exhaustivo

Quien remueve las letras
en busca de la eternidad,
es como el actor que con cosmética
ha de borrar su rostro por otro,
más joven, más viejo, más glorioso,
al acomodo del público.

Hay quien vive las palabras
como amantes que pronto se marcharán
y de los que apenas sabremos
conservar sus recuerdos.

Acabo de barrer el suelo
de mi casa (real o metafórica).
Sabéis que vivo solo.
Lo que he recogido entre estas paredes
son los anticipos al cobro de mi muerte.

martes, 11 de octubre de 2016

Siempre seré un ingenuo

Después de un enconado debate,
en el que se esgrimieron como
cláusulas de banco, afiladas, ponzoñosas,
acaso nuestras biografías, acaso la dilatada
bibliografía científica, filosófica, divertida,
preguntaron (callejón sin salida es una pregunta):
"¿Cómo vives?"
Yo respondí (ese yo que no sé si conozco):
"Vivo siendo joven. Si no fuera tan joven
no viviría tanto".

En ese momento, alguien, acaso yo (no sé si
el mismo u otro, que también desconozca)
lo creyó firmemente.
Siempre seré un ingenuo.

lunes, 10 de octubre de 2016

Si alguien

Me confunden con alquien que se oculta.
Perdonen, yo me exhibo así, con pleno
desconocimiento. Esa ignorancia que ven
eso soy.
Y toda la ignorancia que no ven, es más,
toda la ignorancia que no pueden ni imaginar,
de trás de este presunto tono de trans par
encia
no sé si soy yo; pero podría serlo si alguien
me lo demuestra.

domingo, 9 de octubre de 2016

Debido a la ficción

Pensar que la mente
controla el lenguaje
y no que la mente es producto del lenguaje,
es posiblemente una equivocación, un espejismo,
algo como un efecto óptico debido a la ficción.

¿Puede una boca articular sonidos sin entendimiento?
¿Puede el aire del desierto imitar la humedad?
¿O el problema es que la mente llama
al aire agua y al lenguaje mente,
aunque no use palabras,
aunque no use entendimiento
y tampoco sea el evento 
previo a la ficción?

viernes, 7 de octubre de 2016

Rigurosa actualidad

La ausencia de pozos es inminente.
No hace falta decir más. 
Entonces el agua será pura
majadería y los fanáticos beberán
por simple diversión,
por líquido elemento.
Entre tanto los viejos rectifican
el nombre de las calles 
e insisten en olvidar que cada vez
llegan a viejos antes.

jueves, 6 de octubre de 2016

Cortado con una hoz

Algunos se resisten a aceptarlo, pero
se equivocan quienes tienen al hombre
por un ser natural.
Se equivoca quien tiene a la humanidad
por un hecho artificial.
  1. Cómo va a ser natural un cuerpo que tanto
    se engaña.
  2. Y en cuanto a su humanidad, es tan artificial
    como la respuesta de los grillos a la temperatura
    de la noche o del día o del sótano o del balcón.
Ambas metáforas son a su vez dos gotas de sangre.
Una caída sobre el mar.
Otra caída sobre la tierra,
proclive a los monstruos. 

[Cuál es cuál se desconoce
incluso después de horas -cientos, miles, millones-
horas de estudio]

miércoles, 5 de octubre de 2016

Solo estoy ciego

Caligrafían las penas y dejan la alegría
a la intemperie, al viento, a la buena 
de Dios. Tanta queja
cimenta los pilares de nuestra 
civilización, artesona sus tejados,
filigrana sus fachadas y sus dedos,
acueducta sus ciudades y alimenta
las demandas de energía (energía empleada
-a costes mínimos, máximos beneficios- 
para lanzar la alegría a la intemperie, al viento
solar, a la buena de un dios). Ven: ya me quejo yo,
y me quejo de mis propias quejas. ¿Ven?
O sólo yo estoy ciego.

martes, 4 de octubre de 2016

Escrito en dos tiempos

No creo en la humanidad y, sin embargo,
me siento humano.
No creo en el yo y, sin embargo,
me siento humano.
No creo en los significados y sin embargo digo:
«no creo en los significados».
Es tan fácil negar, y negar
doblemente, doblemente fácil.
Sé que te admiro. Con qué paciencia
lees estos fragmentos robados
a la destrucción. Con qué paciencia
y con qué lealtad. Yo, sin embargo,
escribo, no humildemente, ansioso
y leal.

lunes, 3 de octubre de 2016

Inerciálidos

El bien es un monstruo para
convencer a los niños de que hagan
lo que nosotros queremos, queramos,
quisimos.
Un truco para trazar fácilmente la línea
que separa      la ciudad,     para creer
que al menos una vez nos sentamos
en el trono de la bondad, sobre el cual
domingábamos el mundo; el bien.

El bien es
o canta o tiembla o tapa o rastrea.

domingo, 2 de octubre de 2016

Arcais

Este sol que aún rastrilla los cielos
rozando de labios el río en esta curva antigua,
trepando las altas cristaleras de las urbes lejanas,
hasta llegar a este mismo salón o este recuerdo,
la fogosa infusión sobre la piel de tus brazos,
y aquel entonces cuando estabas de este lado
y el espacio era dulce y el tiempo amargo.

sábado, 1 de octubre de 2016

Sugaritos

Échale azúcar, mujer, al café, a las venas,
a la industria alimentaria. Échale azúcar,
mujer, a los postres, a la educación, a los castigos.
Échale azúcar, mujer, para que vayan los niños
sonrientes a las fiestas, a recoger algodón,
a diseñar otras guerras. Échale azúcar,
mujer, ¿no querías que te hablara más
cerca, que te hablara más tiempo,
nítido como el papel que aún no ha sido
escrito?
Como el ojo y el diente que no habrán de estudiar
estas palabras humanas.