viernes, 10 de abril de 2015

De sapone. b (preámbulo)

    Apenas unos días después, ya la vi mirando con ojos previsores la freidora. No quise ni sacar el tema. Llegado el momento, la discusión volvía a plantearse, con un agravante: aún quedaba el 98% de la primera remesa de jabón de la primera freidora. Con dos agravantes: perdí los nervios ante mi escasa o nula capacidad de convicción oratoria. Utilicé todas las medidas de manipulación a mi alcance: me encerré en mi habitación o me cruzaba ante ella con apretado silencio o incluso me iba a la calle a dar un paseo ¡de repente!
    Cuando entró la nueva palangana de jabón, pensé que había enloquecido, no ella, sino yo, y que vivía en un absurdo. Sin embargo, actué con la mayor cordura:
    –Pues que sepas que tal y como ha entrado, lo tiro.
    Ella no lo permitió. Pero como yo pasaba muchas más horas solo en casa, mi amenaza no tenía prisa: a las primeras de cambio el jabón sería historia.

De sapone. a (preámbulo)

    La primera vez lo creí un ejercicio inocente. Intenté argumentarle que 1) el ahorro económico no compensaba las horas de esfuerzo, 2) el excedente de producción difícilmente se acoplaría al uso personal, 3) que el resultado tendría una calidad y funcionalidad deficitaria con respecto a productos industriales. El argumento 1) y 3) eran inútiles ante el arrebato de orgulloso deseo. Lo escalofriante iba a resultar ser el argumento 2).
    Ya la justificación apuntaba algo de apocalíptico. Empezaríamos a usar ese jabón casero para todo. Yo me negué a que ese jabón se usara con mi ropa (no tenía argumentos técnicos para demostrar posibles perjuicios sobre los tejidos o la lavadora misma). Ella admitió que no lo usaría tampoco para el aseo personal (al menos no de forma exclusiva). Y ante la escasa imaginación para las restricciones, "todo lo demás" dejaba un muy amplio margen.
    Así que cuando, de apenas tres litros de aceite de freidora, volvió con una sobrehumana palangana de jabón gris, di la aventura por acabada. Grave ingenuidad la mía.