domingo, 11 de enero de 2015

AQUILES Y LA TORTUGA. VII de XV

El magnate puso una condición para su matrimonio: todos los demás pretendientes de Dalila debían mantenerse al margen. Dalila lo aceptó; aunque, por supuesto, en su fuero interno no pensaba hacerle mucho caso. Claro que eso nadie lo sospechaba, ni Philips pero tampoco Aquiles.
Nuestro trampero y ella pasaron una última noche juntos antes de la boda. El ingenuo Aquiles le habló como otras veces de su naturaleza indestructible. Pero le hizo comprender hasta qué punto era ella importante para él. Sólo si la perdiera sentiría una auténtica herida, una auténtica perdición. En nada le importaba el magnate; pero si la perdía a ella, él no podría soportarlo. Al principio, Dalila quedó conmovida, no por sus palabras, sino por la pasión que volcaba en ellas para ella. Y al fin sintió que había capturado la vulnerabilidad de Aquiles, y esa noche lo amó profundamente. No tardó, con esa vulnerabilidad en su corazón, en sentir que Aquiles era, de hecho, así de débil. Se acordó de la magia de su futuro esposo y no volvió a ver al pobre trampero.
Grande fue el dolor de Aquiles.

AQUILES Y LA TORTUGA. VI de XV

Dalila tenía muchos pretendientes. Jugaba con ellos con un refinamiento mucho más depurado que la inocencia de Aquiles. Se divertía. Por eso, para él, en cierto modo, supuso un reto. Y un reto, además de su belleza, además del carisma de su conversación, era cuanto podía componer el enamoramiento perfecto. Dalila, por su parte, disfrutaba enormemente con la pasión de Aquiles y, aunque nunca dejó de jugar con otros amantes, pronto comprendió que Aquiles era su debilidad. Cuantas veces intentó romper con él definitivamente, tantas veces se dejó arrastrar por la pasión de Aquiles. Así, también para ella supuso un reto: si bien, paradójicamente, su reto consistía en ser más fuerte que su amor, liberarse, mientras ese reto, y la pasión y la fuerza de Aquiles, el viejo trampero y sus caprichos y arrebatos, más la enamoraban.
Entre los otros pretendientes de Dalila destacaba Philips Tomking, el magnate de la ciudad: un hombre poderoso, un dandy, un estratega implacable que había hecho de la modesta herencia de su padre un imperio omnipresente. Siempre le acompañaba un boato de buen gusto, de elegancia y buen hacer. Los hombres lo admiraban y las mujeres, en fin, eran suyas. Dalila, lo consideraba, como mucho, su igual; al mismo tiempo, sólo él era capaz de estar a la altura de sus exigencias sin límites. Siempre le proponía algo imposible, y el implacable Philips se lo traía para ella. Con cada derrota, Dalila quedaba fascinada; pero, al mismo tiempo, convertía alpoderoso Philips en un pusilánime ante su voluntad, y lo despreciaba.
Aquiles sólo podía ofrecer su pasión, y eso solo bastaba a Dalila cuando estaba con él. Lejos de él aún quedaba el deseo. Pero la presencia de Tomking era imponente y acabó aceptando el matrimonio con el magnate.