jueves, 27 de octubre de 2016

II. La sabiduría de Sócrates (d- "debate en la calle")

     Él mismo abrió la puerta y se encontró la inconfundible figura del viejo Querefonte, que jadeaba apoyándose en las jambas.
     –¿Qué te pasa, amigo? ¿Vienes a dejarme tu último resuello? ¿Cómo se te ocurre plantarte así en mi casa?
     Querefonte apenas podía sacar el aire para sus palabras.
     –Media ciudad viene para acá. He querido llegar el primero.
     –¡Cómo va a ser media ciudad!
     –¡Amigo mío, por fin los dioses han reconocido que eres el más sabio!
     El enunciado de Querefonte era, sin duda, exagerado, pues menos de la mitad de la mitad de Atenas sentía verdadero interés por la educación pública, la física y la retórica; sin embargo, ningún otro era más fiel a la avalancha de gente que, como un hormiguero en revolución, llenaba las calles, adoptando como centro la casa de Sócrates. En realidad era una aluvión de jóvenes admiradores y sus amigos, que arrastraban consigo a familiares y maestros.
     –¡Sócrates!
     –¿Cómo es eso de que eres el más sabio?
     –¡Demuéstranos que eres el más sabio?
     Y voces de este tenor se hacían eco mucho antes de llegar a la puerta de la casa. Allí, Jantipa ya contemplaba con enfado la escena.
     –Si toda esta gente piensa que va a sacar algo de aquí, díselo muy claramente, Sócrates: esta no es casa de banquetes.
     Así que Sócrates llevó a la muchedumbre a la plaza de al lado, apenas un cruce entre dos calles. Las cabezas se apretaban en las cuatro direcciones. A veces, el gentío se abría para dar paso a algún reputado sofista que llegaba al centro de la discusión. El debate giraba en torno a la desconcertante noticia que desgarraba las opiniones entre la natural incredulidad y la forzada aceptación de la sentencia del oráculo.
    –Tiene que haber algún error en todo esto.
     –No podemos dudar del oráculo. Sería como acusar a Apolo de ignorar o, peor, de mentir.
     –Pero lo que dice Sócrates es verdad. Este viejo no sólo no sabe nada, sino que ni siquiera permite que nadie lo sepa. Con él todo son tergiversaciones y dudas.
     –En efecto, os hago dudar, de aquello que son creencias fundadas en nubes.
     –Y para ti, ¿qué no se fundamenta en nubes? Tú mismo dudas de la veracidad del oráculo. ¿Acaso vas a decir que los dioses también están en las nubes?
     –Pero mirad cómo estáis de acuerdo conmigo: no soy tutor de nadie, no saco provecho alguno de mis discusiones, discuto porque no comprendo las cosas que decís, por mucho que vengan de vuestros maestros, muy reputados... ¿qué culpa tengo de que mi ignorancia sea contagiosa? No me cuadra su edificio de saber en mi manera de ver las cosas.
     –Pero es muy simple. Si Sócrates tiene razón, el oráculo se equivoca. Sócrates sería entonces más sabio que el oráculo, más sabio que Apolo. Nadie más en Atenas se atrevería a ser más sabio que Apolo. Este viejo sí que es capaz de creer que Apolo es, no menos sabio, sino, al menos, tan ignorante como él. Por otro lado, si Sócrates se equivoca, el oráculo tiene razón y es el más sabio entre nosotros. Y el más sabio entre nosotros, bien puede equivocarse en esto.
     –Pero si él, que no se considera sabio, se equivoca, siendo el más sabio; nosotros tendríamos razón, y seríamos, al menos en esto, más sabios que Sócrates.
     –¡Yo siempre lo he dicho! Sócrates es más sabio que ninguno, petulantes pedagogos...
     Sócrates tuvo que cortar el enervado entusiasmo de su amigo Querefonte.
     –Yo no digo que el oráculo se equivoque. Somo nosotros los que tergiversemos las cosas.
     –Tú tergiversas las cosas con tu forma de hablar.
     –Dijo un sofista.