lunes, 27 de octubre de 2014

En la casa de los pájaros vivía una muchacha linda de preciosos diecisiete años. Tenía el pelo muy largo, blanco o gris. Era tan anciana que se dedicaba a silbar, por eso llamaron a su casa la casa de los pájaros. El zaguán estaba siempre abierto. Las paredes del zaguán estaban totalmente cubiertas de azulejos y mosaicos que representaban una selva, con monos y dragones y aves de todo tipo y hombres diminutos, elfos, herrerillos, alcaudones, búhos y uno mismo reflejado en las teselas y gloriosos arrendajos; por eso llamaban a aquella casa la de los pájaros, porque allí vivía una anciana de hermosos ojos verdes que no dejaba de silbar. Por una esbelta, esbeltísima, cancela (los barrotes retorcidas ramas de bronce modernista o de hierro art decó o madreselva mágica) se veía un patio grande, blanco y luminoso -pozo y ciprés, poblados macetones-. Quien se asomaba veía siempre a una niña rebosante de amor que jugaba con jilgueros y periquitos. Por sus pasos de sabia adolescente podía deducirse con facilidad que estaba profundamente trastornada, la niña, no la cancela ni la casa. Sólo cuando detenía su mirada y entonces se paraba toda ella, lejos, a mirarte, si eras tú quien realmente se paraba a mirar desde el zaguán, se detenía y parecía profundamente sabia y niña y uno era capaz de enamorarse de esa mirada. Por eso la llamaban la casa de los pájaros, porque era como el nido de un insecto que atrae con forma de orquídea esmeralda a los incautos. Y después uno vive enfermo de amor y no lo sabe y va por la ciudad metiéndose en zaguanes y vicheando patios en busca de la mujer que ni siquiera recordó haber imaginado nunca.