viernes, 21 de noviembre de 2014

Al llegar a la mesa, pedí disculpas al camarero por haber pasado por una zona no habilitada para mi raza.
–No es que me burle ni falte al respeto –alegué con mi sonrisa típica–; sino que tú ya sabes que no sé quién soy.
–Pero tú sí sabes quién eres...
El camarero respondía a mi chanza con su propia sonrisa pícara. Todo esbelto él y delgado, entallado por su delantal blanco, resaltaba su viejo rostro negro y ovalado, perfilado por una corta y espesa barba gris. Sonreía ampliamente, pero en su frente estaban marcadas las arrugas de una seriedad frecuente y de frecuentes enfados.
–Te apuesto lo que quieras a que no sé quién soy –le reté.
–Pues precisamente ahí hay una relojería, y el otro día vi un reloj que me gustó mucho.
–¿Cuánto vale?
–Voy a ver.
El camarero se alejó. Mientras trajeron la otra mitad de la mesa. Ambas mitades tenían forma de L y se solapaban entre sí, de manera que se apoyaban una en la otra. Mi madre, en la esquina opuesta a la mía, insistía enfadosa en que había que darle la vuelta a la nueva mitad, que por ese lado no podría sostenerse. Mi madre no comprendía que si la primera mitad no se sostenía era porque  yo, por mi apasionada conversación con el camarero, había hecho temblar tanto la mesa que se había roto una de las patas. No parecía comprender tampoco que la nueva mitad encajaba tanto  por una cara como por la otra, y que al encajarlas, la mesa acabaría sostenida.
En esto volvió el camarero y me informó sobre el reloj que quería. Quiso saber cuál sería su prenda si perdía la apuesta, pero yo rehusé ningún pago.
–¿Qué mayor satisfacción que averiguar quién soy?
Así pues, el camarero lanzó su primer envite:
–Tú eres quien está hablando conmigo.
–Ah, no. El lenguaje está hablando con el lenguaje. Quién está al otro lado del lenguaje no podemos saberlo. Y yo pudiera ser solamente un trozo de la ficción del mismo lenguaje que habla.
Todos rieron, no por mis palabras, sino por la reacción histriónica del camarero.
–No te eches atrás –le animaron entre todos–, que tengamos una naturaleza ficcional no impide que puedas averiguar quién es.
–¡Oye, oye, qué es esto! La apuesta es entre él y yo, no os entrometáis.
–Nada, nada. La apuesta se trata de demostrar que sí sabes quién eres. En ningún momento se ha dicho nada de ayudas. Además, tú no has solicitado prenda por su parte.
–Tú eres –volvió a la carga el camarero– quien no sabe quién es.
–Muy bueno. Veo que recuerdas nuestras viejas conversaciones, cuando vivíamos juntos.
Me quedé unos segundos, más de unos segundos, pensando mi respuesta. No podía negarlo, sin más; pues entonces tendría que asumir que sí sabía.
–Pero verás –acabé respondiendo–, es que no entiendo muy bien qué es el Ser. Y al no saber qué es el Ser, ni comprendo qué no soy ni comprendo qué soy en el caso de ser ese no-saber.
–Bah, bah... Da igual lo que sea el ser. El ser no es nada. El ser es un invento para poder colocarnos en la conversación. Tú, quien sabe que no sabe.
–¿Y el saber qué? ¿También un invento? Si seguimos por ahí ya estás vencido.
–No, no, claro. El saber sí tiene contenido, significado, función, y sabemos de qué se trata. Y tú eres ese saber o no-saber.
–¿En qué quedamos sé o no sé?
–Eres un no-saber, y sabes que lo eres.
–Pero sé que no soy eso. Porque ese saber es tuyo, desde el momento en el que lo pones sobre la mesa. Y así no puedo saber si soy tu saber, o soy algo distinto y te equivocas. El que cogiera tu saber ahora no sería el mismo que antes desconocía quién era; y, una vez más, no puedo saber si soy este de ahora sin ser el de antes.
–Eres este de ahora, el que sabe.
–Pero estábamos hablando de aquel de antes.
–No, estamos hablando ahora. Sin más.