jueves, 20 de noviembre de 2014

Por eso lo admirábamos y respetábamos. En el momento menos pensado disparaba su tiza con la rabia de un gigantón travieso. Siempre atinaba justo en la esquina de la mesa del alumno en cuestión (él no abandonaba jamás su hábitat, su trono, su pizarra). Sorprendido, pronto digería el alumno la señal de aviso, porque aquella precisión, por más que real y repetida y confirmada, parecía inverosímil. Haber escapado de la trayectoria de la tiza era en ese instante un suspiro de milagro. Era un momento de terror, de alegría, y yo lo vivo ahora en cada caso como el más contundente gesto de amor.