viernes, 9 de enero de 2015

AQUILES Y LA TORTUGA. III de XV

Cuando despertó, el sol apenas empezaba a subir detrás de las rocas. Un minúsculo rayo de luz había conseguido pasar entre los árboles y entre las ramas de los árboles, y un árbol tras otro, llegó hasta el arrecife de escarcha que cubría la piel de Aquiles. Entre todos los témpanos diminutos que se cruzaban azarosos, la enésima porción de un rayo de sol de la más pequeña fracción de primavera llegó a un claro mínimo de piel. Eso bastó para despertarlo.
Aquiles abrió los ojos sobresaltado. Eso creyó al principio, porque su cuerpo no respondía. Pero por su ceguera naranja reconoció la llegada del día. Excitado, poco a poco reaccionó. Frustrado, porque, si acaso había muerto, se lo había perdido. Mientras recuperaba el calor y el control de su cuerpo comprendió que aunque su cuerpo siguiera el ritmo de la naturaleza, él mismo estaba incapacitado para vivir nada más allá de sí mismo. La ilusión de sí mismo nunca sentiría final. Era, de todas todas, indestructible.
En ese momento –la nieve que recubría los objetos sudaba y humeaba y casi podía oírse cómo se derretía película a película, crujía– una lenta tortuga cruzó delante de él. Pasó muy cerca de su cara, pegada al suelo. Era una tortuga enorme y redonda como un balón. Era insólito, realmente absurdo, que una tortuga así estuviera en aquellos parajes; Aquiles lo sabía. De golpe volvió la vieja fábula desde algún lugar de su mente. Ahora la tenía justo delante. De no estar entumecido por el frío, un simple gesto hubiera bastado para atraparla. La siguió con la mirada durante todo el tiempo, mucho, que tardó en avanzar delante de él, hasta que se perdió entre las rocas y la nieve.

AQUILES Y LA TORTUGA. II de XV

Contaba 43 años, cuando quedó atrapado entre las laderas de las Rocosas. La Primavera se retrasaba y los caminos estaban bloqueados por la nieve. Durante días Aquiles vagó acuciado por los aullidos del viento. Cargaba con sus pieles y con sus trampas y el hambre y el frío secaban su garganta. Sólo hielo y nieve podía beber.
Una noche en especial se sintió morir. Notaba como su sangre era más débil que el viento. Todo su movimiento era más débil que la tierra. Caído en el suelo y encogido parecía una gran roca, con la cabeza, los brazos y las piernas escondidos. Sin embargo, aunque se notaba cada vez menos, nunca tan poco que no pudiera notarse. Ese largo desvanecer era interminable. Cuando muera –pensó– no me daré cuenta; siempre sentiré que me queda un poco para morir. Entusiasmado por este pensamiento, Aquiles permaneció todo lo atento posible a su desvanecerse, para atrapar el momento en el que sintiera que no sentiría nada. Aquiles era trampero de profesión.
Descartaba como podía los recuerdos y delirios que le sobrevenían y se centró en su sensación y su desfallecimiento. Como suele suceder en estos casos, Aquiles acabó dormido, vencido por su propio esfuerzo.

AQUILES Y LA TORTUGA. I de XV

Siendo niño, en la escuela, leyó junto con todos sus compañeros la fábula de Aquiles y la tortuga. Todos la conocen: es esa en la que el veloz Aquiles jamás consigue alcanzar a la tortuga, porque antes de llegar hasta ella debe recorrer la mitad de la distancia, y luego otra mitad y luego otra, así indefinidamente. Apenas terminó la clase, Aquiles, el pequeño alumno, corrió a jugar con sus amigos. La fábula se quedó en el revuelto patio de recreo que llamamos olvido.

AQUILES Y LA TORTUGA. Introducción de XV

Aquiles Winfield, trampero de profesión, hizo un descubrimiento personal extraordinario: no podía ser destruido. Esta es la historia de su descubrimiento, de las aventuras y desventuras que le granjeó y el singular momento en el que dieron término.