sábado, 29 de noviembre de 2014

La base fundamental –decía uno de los dos– es que Ariadna vive en una isla. Por supuesto, se trata de la isla del momento. El Nueva  York de la época.
Está claro que, en el manuscrito, el nombre de la ciudad con que compara sería otro. Sin embargo la caligrafía es ambigua. Hay cierto consenso en llamarla Córdoba, que en el alifato cúfico guarda semejanza con Monte Sion, pero que en el hebreo peninsular es casi equivalente a Cnossos. Este juego de palabras posiblemente esconda algún código matemático clave; si bien el problema no está resuelto.
Ariadna pasea por la isla. Es una isla grande y Ariadna está contenta. No puede saber que está cansada de visitar siempre los mismos paisajes. Aún no ha caído en la cuenta de que sus paseos la llevan siempre a los mismos sitios, en una combinatoria limitada de secuencias. La repetición no es un problema. El único referente que pudiera incordiar ese conformismo es la visión extraña de los inmigrantes que vienen desde el continente.
Sócrates aprovecha para lanzar una crítica feroz al mito de Europa. Considera que ha venido siendo una sutil y exitosa campaña de propaganda para suavizar el imperialismo minoico. Hace parecer que su inocencia cretense fue raptada por el mentido robador. Es al revés: con su estética (léase moda en la exportación de productos comerciales) acaba imponiendo su cultura y valores de vida: transforma al primitivo señor europeo en el toro de Minos. Hasta tal punto cala la idea, que las principales casas míticas griegas las hace descender  de la arcaica relación entre Zeus, ese toro, e Ío, la vaca.
Averroes, para no enredarse más en el puntilloso chovinismo socrático, le da la razón. Para que no se note demasiado, compensa su reproche pseudoaquiescente con otra vuelta de tuerca. Lo bien que la propaganda del imperialismo ateniense supo barrer para casa. Se venden como víctimas de los abusos cretenses; cuando, sin duda esto es lo más probable, se trataba de una fuga de cerebros. Los mejores jóvenes abandonaban su país para ir a formarse a Cnossos, en la corte de Minos, el más sabio de los reyes de la antigüedad. El desprestigio en este sentido culmina en lo calumnioso con la historia de Dédalo, incapaces de superar los atenienses que la mejor de sus mentes se vaya a trabajar para la competencia. Y así luego Teseo, el gran espía industrial.
Por tanto, Ariadna, una niña feliz que disfruta de la prosperidad de su isla y de la sabiduría de su padre. Todo le cuadra. Pero poco a poco va comprendiendo ese extraño reguero de pensamiento foráneo que llega a sus pies. El saber de su padre deja de ser completo. Los paseos de la isla dejan de ser suficientes.