viernes, 5 de septiembre de 2014

Remington sentía celos cuando algunas noches oía el obsceno somier de Liz. Eran punzadas de celos en los oídos y en el estómago. En la espalda cuando se daba la vuelta para esconderse, inútilmente. En la piel cuando se tapaba a disgusto con la sábana o la manta, según la época del año. En verano era peor: las ventanas abiertas y el aire caliente daban volumen a los sonidos, y los celos aumentaban al pensar que otros vecinos pudieran gozar los mismos celos que él, los mismos obscenos soniquetes del somier de Liz.
Nada más, pues Liz hacía el amor tan descalza que tampoco se la oía a ella, sólo a su cama cómplice o traidora. Acaso luego, en los sueños, Remington subiera hasta ella, haciendo del pensamiento una flecha no aislada. Pero Remington nunca recordó haber trepado por la fachada desde su sexto hasta el séptimo de los amantes. Y él tampoco fue nunca el amante de Liz por culpa de los celos. 
Remington se imaginaba a veces que los cuerpos ofuscados en el sexo le molestaban en su propia cama, y él tenía que hacerles sitio, a regañadientes. Y cómo saber si entonces los sueños eran ese espacio otorgado.
A la mañana, el efecto de los celos cuando preparaba el café.
A la mañana, la resaca de la fantasía que no se dilata y no se enreda.
Todos los actos del día hasta el reencuentro de las noches.