domingo, 9 de noviembre de 2014

Por un momento no hubo más que su aliento, no del todo agradable, cerca de su nuca. Al ritmo que embestía, resoplaba, sincopado, como un cuarteo de viento. Y como era impaciente, su cadera iban de tango, ora de klezmer, se cansaba y era jazz, y luego volvía a ritmo de galeras. El hombre bestia de los bosques griegos sudaba y jadeaba sobre ella su fuerza, no del todo placer, pero ahogada en una mordida de sentimiento que no podía, sino el latir de sus venas en el cuello que hubiera mordido, le hubiera arrancado de cuajo la vida, si el propio placer le dejara fuerza alguna que no fuera para sentirse.
Los niños escapaban de sus casas para jugar con los lobos. Por eso los lobos se quedaron. Les daban de comer. La mortalidad creció enormemente; pero los niños estaban entusiasmados. Bajaban a sus escondrijos mientras los adultos dormían. Los lobos crecieron y se multiplicaron. Los adultos aterrados pensaron que hacía tiempo que se fueron, que aquellos días estaban extintos. Los niños morían: estaban entusiasmados. Los lobos crecieron y se multiplicaron. Se le oía aullar en el momento más inoportuno. Mientras los adultos dormían indignados y los niños morían.