sábado, 25 de octubre de 2014

Justo en la plaza del museo vivía un hombre muerto. Probablemente el hombre más inquietante que he conocido. Para mí y para los de mi profesión llegaba a resultar exasperante. Cuando acabó conmigo decidió empezar a trabajar con un maduro traductor y novelista en ciernes (esto quiere decir: amplia y anónima trayectoria como traductor y reseñada primera novela recién publicada). Se reunían en la plaza del museo. Uno de los lugares más agradables de toda la ciudad, al menos en aquella época. A esa plaza desembocaban cinco calles distintas y estaba cerrada por cuatro palacios al menos, uno de los cuales se estaba (eternamente) reconvirtiendo en el Museo Arqueológico. 
El maduro traductor y novelista en ciernes era David Anderson. El hombre muerto contrató sus servicios para que contara su biografía. Había muerto en algún momento del futuro, pero como tenía tan mala memoria para el futuro no conseguía recordarlo; en ese aspecto, la contribución del novelista era fundamental. Las conversaciones tenían lugar bajo el viento amable, la sombra de los árboles altos y antiguos y a la vista de las cuatro señoriales fachadas, porque en cualquier otro lugar hubieran resultado insoportables.