miércoles, 8 de abril de 2015

Ad paradisum (y pág. 4)

    Y pasaron muchos nuevos días. Las dos amigas continuaban su viaje, bosque tras bosque, camino tras camino, por las viejas carreteras, por las viejas autovías, pero evitando siempre los laberintos que anunciaban alguna ciudad solitaria. Y en su viaje se encontraban con grupos más o menos agradables de personas que se saludaban con una mordaza en la boca y que se comunicaban con gestos. Algunos eran algo brutales, otros se parecían a los recuerdos y eran incómodos de abandonar.  Pero Leonor no detuvo su viaje. Nunca imaginó que el mundo pudiera ser tan grande.
    Hasta que un día de estos tantos, las adelantó por la carretera un motorista, enfundado en un mono limpio y brillante. Leonor y su compañera se asustaron mucho. Aún más cuando vieron que el motorista paraba y volvía hacia ellas. Pero Leonor había perdido la costumbre de huir, y simplemente apretó la mano de su niña y la escondió tras sí, al tiempo que cubría su propia boca con una elegante mordaza. El motorista se apresuró a quitarse el enorme casco de su cabeza y con un gesto cordial mostró también su boca apañuelada. Inmediatamente, los tres compusieron una expresión conciliadora, y él las invitó a subir en la moto.
    Y las llevó kilómetros adelante y en pocas horas la carretera terminaba en una bonita casa, situada al borde de un pequeño acantilado, junto al mar. Leonor no podía creerlo. El joven les ofreció toda su hospitalidad. Les indicó el lugar y los objetos con que asearse. Les otorgó ropas limpias y nuevas. Preparó la cena con pequeños manjares para ellas.  Les acomodó dos colchones y unas suaves mantas junto a la chimenea. Y esa noche pudieron dormir como aún recordaban.
    Por la mañana temprano, Leonor se levantó entusiasmada. Salió al balcón y contempló todo lo extenso del paisaje. El viento traía algunas nubes desde más allá del horizonte. El mar azul recién amanecido rizaba su ondulante melena hasta llegar a las rocas, donde las olas, unas tranquilas, otras más valientes, venían a morir.
    El joven salió también al balcón. Leonor, pudorosa, buscó rápidamente cómo taparse la boca; pero el hombre le detuvo el gesto, apenas con un roce de sus dedos en la mano.
    –Hace un buen día, ¿verdad? –dijo.
    Y Leonor respondió:
    –Es cierto.



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