miércoles, 24 de septiembre de 2014

Sus piernas eran increíbles. Se levantaba de la mesa y la veía alejarse sostenida por prodigio tal y era imposible mantener resaca alguna de la conversación. Luego desapacercía y antes de volver llegaba a replantearse cuánto de justo era aquel punto y coma que acotaba cuanto pudiera haberse dicho. Justo para su conversación, para él, para la historia, para ella. Si ella era consciente, cómo no, de aquella puntuación, todo cuanto habían estado hablando qué otra dimensión ocupaba: cuanto había sentido, cuanto había rebatido, cuanto había imaginado, cuanto había con ella danzado en la palabra, en el coqueteo de la voz que casi se comparte. Y luego la veía alejarse y luego acercarse en su inevitable exhibir dos lazas de deseo. La imaginación cortaba a la imaginación, donde uno quisiera escalar como un conquistador, sus piernas inigualables una y otra vez, o descender como el que desciende de una cima deslizándose eternamente a tal velocidad, o el simple turismo de la contemplación ociosa. Sabría que si alguna vez se despedían estaría condenado a aquel punto y coma de sus piernas que nunca acababan, que prometían continuidad. Que robaban el sentido de cuanto había sido dicho, pensado, imaginado, mientras compartía plenamente ella con él su presencia.