viernes, 10 de octubre de 2014

La tienda se encontraba al final de un callejón sin salida, donde compartía ofertas con locales de todo tipo. La fachada resaltaba por contraste con las demás; ella parecía ensimismada cuando las demás invadían el callejón con anuncios y reclamos. Había, pues, que sortear toda una selva de clientes y productos para encontrarla, casi por milagro.
La fachada constaba de un gran escaparate en el que se confundían objetos, imágenes y palabras; al lado, como una vieja sentada junto al balcón, una pequeña (diminuta en comparación) hermosa y sencilla puerta, tan delgada que se diría siempre abierta. Si cerrada, todo el conjunto parecería invisible.
Dentro te recibía un gnomo no más alto que tu ombligo, de miembros delgados como palillos que amenazaban con romper sus ropas (por eso gruesas), con bigotes de todos los colores pardos y grises bien poblados, hirsutos. Parecía andar siempre por el espacio casi inexistente entre los mostradores. Murmuraba; acompañaba sus respuestas con alguna interjección.
Unos entraban sólo por curiosidad y el gnomo los enredaba y acaban saliendo cada vez con algo que creían haber estado siempre buscando. Siempre volvían (nunca encontraban a más clientes allí). Para unos era más bien una consulta, para otros un taller; unos empeñaban, otros debatían. Allí se realizaban apuestas. Allí cuestionaban la filosofía y la ciencia. Configuraban regalos. Escribían panfletos difamatorios. Se concertaban encuentros clandestinos. 
Todos admiraban al gnomo. Desconfiaban de él; era inevitable. Le entregaban todos sus secretos, sin darse cuenta. Él los trataba con sumo respeto. Se reirá de ti. Su rostro te parecerá inescrutable. Cuando entres, te resultará imposible saber qué otra cosa vienen a buscar allí, es más, ni se te pasará por la cabeza que otros conozcan ni vayan a entrar jamás por la pequeña puerta, sencilla, vieja y hermosa.
Una vez fuera, nadie la recuerda, hasta que vuelve.